Sin el «peri»

 

España se juega esta noche (*) ante Noruega el pase a la Eurocopa, la competición futbolística que se disputará en Portugal el próximo año, si Ibarretxe y su “perverso” plan lo permiten.  El partido de ida, disputado en Valencia el pasado miércoles,  finalizó con un marcador de dos a uno favorable a España. Escasa ventaja.  Y las cosas como son: no estar en la Eurocopa representaría un sonado fracaso para el fútbol español. Si Selección  no es capaz de superar a combinados  como el noruego,  es que no está preparada para pelear frente a los italianos o los franceses, bastante más duchos en las grandes citas internacionales y poseedores de un palmarés mucho más brillante.

     No sería, en cualquier caso, la primera decepción. España hace tiempo que no rasca bola en las grandes competiciones. Es un equipo potente, pero en el pelotón perseguidor, muy por detrás de Brasil, Argentina, Alemania o Francia. Sus participaciones  en los Mundiales y en las Eurocopas  de los últimos cuarenta años así lo evidencian. ¿Por qué entonces los tropiezos de la selección española provocan una y otra vez la hilaridad de los comentaristas de TVE? ¿Por qué enjugan tan dolorosamente los traspiés de España quienes deberían limitarse a describir y analizar con mayor frialdad y profesionalidad los acontecimientos que se retransmiten? ¿Es que no terminan de acostumbrarse a la modestia de las aspiraciones futbolísticas de España?

No se trata, obviamente, de convertir la narración de un encuentro en un acto solemne (léase, por ejemplo, la pedida de mano de S.A.R. don Felipe de Borbón , sí, S.A.R., que no está el horno pa bollos ni Fungairiños), sino de procurar un tanto de objetividad (curioso palabro, quizá inalcanzable), una pizca de decoro, una limosna del análisis basado en datos y no en simples apreciaciones egoístas y  foroferas.  Y más que nada, porque estas apreciaciones provienen en la mayoría de los casos de periodistas,  y no de  expertos en fútbol (que no es lo mismo, por mucho que se empeñen algunos periodistas deportivos).

El periodista encargado de la narración de un encuentro debe describir, narrar,  porque es eso, alguien especializado en contar las cosas que suceden. Sin embargo, ese papel le suele resultar insuficiente a muchos para saciar sus ansias de  futbolistas frustrados. Uno está para estas alturas cansado de escuchar de viva voz de los narradores   comentarios acerca de la idoneidad de un cambio en el sistema de juego, del acierto de una sustitución en el once, etc. ¿Cuántos periodistas tienen el carné de entrenador?  ¿Cuántos conocen las posibilidades técnicas o la situación anímica de cada jugador de la plantilla? ¿Aceptarían los opinantes impenitentes que el entrenador de cualquier  equipo cuestionase la oportunidad o la coherencia de “su” titular a cuatro columnas o que valorase públicamente su trabajo en televisión?

Todo se mete en el mismo saco de apreciaciones singulares, opiniones vagas, razonamientos malheridos y quejas en voz alta ante una audiencia perpleja por el doble desafío: la contrariedad en el marcador y la ausencia de escrúpulos de los periodistas “expertos” a la hora de diseccionar cualquier partido. Una perplejidad que se dispara hasta el infinito cuando la selección española marca un gol. Entonces, el grito descarriado y vertiginoso del locutor se funde con el jipío del analista y juntos mandan al olvido todas las críticas vertidas hasta ese momento.  Se entierra solemnemente la dialéctica, se desdibujan los esquemas tácticos y se hace un llamamiento épico al pasado de la “furia española”.   

“El fútbol es así”. “La prensa es así”. “Así son las cosas y así se las hemos contado”. Falso.

Es así, si así queremos que sea. Mientras mezclemos en la batidora la información y la opinión,  el resultante seguirá siendo un producto ambiguo, indefinible y, en cierta forma, bastardo.

     Muchos aficionados al fútbol tienen la costumbre de seguir el partido de fútbol a través de la televisión, pero prefieren conectar la radio para escuchar los comentarios de los especialistas. Total, el narrador perenne de TVE en este tipo de encuentros, José Ángel de la Casa, se dedica a contarnos lo que ya estamos viendo (“Raúl, Valerón... retrasa para Helguera... Helguera toca para Puyol, Puyol  para Salgado...”), mientras el ex futbolista Míchel nos presenta una batalla léxico-argumental que sólo De la Casa y él parecen comprender.

Sirva como ejemplo el comentario del otrora magnífico “ocho” madridista al gol noruego de la pasada semana en Mestalla: “España ha recibido malas noticias”. Pura literatura.

     Así las cosas, muchos televidentes se convierten en radioyentes al conectar sus equipos de radio en busca de un análisis más amplio, de más voces. En cierta forma, se invierten los papeles –ya escribió algo sobre esto Javier Ortiz en uno de sus Apuntes del natural  y la radio juega el papel de la televisión,  y viceversa.

     El binomio de TVE  funciona con apreciable cadencia. De la Casa mantiene el mismo tono que hace veinte años (tan sólo rompió las normas de protocolo con ocasión del gol de Señor ante Malta en aquella noche inolvidable para los españoles y para el maltés Bonello) y no se despeina fácilmente al contarnos quién lleva el balón en los pies en cada momento;  Míchel, al mismo tiempo, se encarga de bucear en el diccionario para inventar un nuevo idioma en cada encuentro. Su labor constructora y divulgadora es, cuando menos, un ejercicio noble aunque vano, pero su amable espíritu  bienintencionado se va al carajo cuando ambos saltan al césped con desmedida pasión y comienza el juicio sumarísimo a los futbolistas desacertados o al errático entrenador. En ese instante saben más que nadie de fútbol; más que el propio entrenador,  por veterano que éste sea. La televisión se convierte así en una sala de autopsias y los comentaristas juegan a ser forenses.  Ni que decir tiene que el cadáver, que ya huele,  es el de cualquier profesional del mundo del fútbol que yerre un penalti o se equivoque al realizar un cambio. Hurgan con el instrumental en busca de la causa de la derrota.  El doctor Míchel juega a ser el doctor De la Casa; el doctor De la Casa juega a ser el doctor Míchel.

     Nada más fácil que hablar de fútbol, una ciencia inequívocamente inexacta, inabarcable, una pócima secreta que penetra en el terreno esotérico. Todos van en busca de ella, pero ninguno la encuentra.

     Al menos nos queda esa ecuanimidad intachable de la pareja de marras: cuando Casillas realiza una buena intervención, es  que “estamos ante un portero magnífico”;  si,  por el contrario, es el guardameta noruego el que salva un gol, entonces es que “se la ha encontrado”.

     Al final, va a llevar razón Vujadin Boskov, aquel técnico que llegó a España procedente de los Balcanes. Él se sacó de la manga la frase “fútbol es fútbol”.  Y la afirmación ha creado toda una escuela filosófica, no crean. Casi como la de Aristóteles, aunque en esta ocasión, viendo a los alumnos, uno debe ser honesto y aclarar que esta escuela es más bien “patética”, sin el “peri”.<

 

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(*) Marat escribió su comentario –y aquí apareció– el 19 de noviembre de 2003. Si quien repasa estas líneas lo hace más tarde, mejor para él –o ella–, porque sabrá qué sucedió, y peor para él –o ella– porque será menos joven.

 

Para escribir al autor:  Marat@vodafone.es

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