¡Qué buen gusto!

 

La Administración Estatal de Radio, Cine y Televisión de China ha prohibido la emisión de anuncios de determinados fármacos y  productos de higiene femenina durante las horas del almuerzo y  la comida. A los dirigentes del país oriental no les parecía conveniente que millones de chinos tuvieran que soportar las experiencias hemorroidales de sufridos compatriotas precisamente a la hora en que acostumbran a llevarse a la boca un arroz tres delicias de esos que quitan el hipo y las ganas de más revoluciones culturales.

     Aquí, sin embargo, ya estamos acostumbrados. Y no exactamente a la revolución cultural, sino a padecer el escaso tacto de los anunciantes y  esas cadenas complacientes siempre con el ring ring de la caja de ingresos.

Ahora, sea la hora que sea, Concha Velasco nos confiesa que lleva un protector para “esas gotitas” que aparecen de manera desconsiderada cuando no deben. La actriz abandona esa  alegría ye-ye de antaño para inmiscuirse en un halo de  aflicción, de vivencia pesarosa, de procesión y saeta sentida. La incontinencia urinaria está arruinando su jovialidad, y ella sólo ha hallado remedio en ese producto que aparece en escena a la hora del té. Que aunque no estemos en Inglaterra, alguien habrá que tome té, digo yo.

Sea la hora que sea, igual te plantan, sin quererlo ni beberlo, una dentadura postiza en un vaso con agua efervescente. Las cadenas no tienen el menor de los decoros en estos asuntos. Como todo vale para vender, pues se aprovechan y te pillan desprevenido. A traición.

¿Que te vas a comer ese trocito de aguacate con salsa tártara? Pues nada, compresa al canto. ¿Que te dispones a engullir un bocado de merluza a la bilbaína? Pues chúpate anuncio  de plantillas  Devorolor. ¿Que mamá se ha atrincherado en la cocina con papá para desarrollar una nueva receta del brazo de gitano que fabricó Arguiñano la pasada semana? Pues justo cuando vas a devorarlo, te calzan un anuncio de cremas para las almorranas.

Y no se trata de ser o no un escrupuloso mayúsculo, sino de imponer una cierta coherencia. Imagínense a ese pobre empleado de oficina de banca* que sufre a diario un montón de horas sentado detrás de una ventanilla. Bien, de acuerdo, no vale el ejemplo, porque si descontamos las horas de los varios desayunos, la cosa no es para tanto. Pero imaginemos, sin más, a un teleoperador - uno de esos empleos, por cierto,  nacidos de la usura y el desprecio a la condición humana-  sentado interminables horas sin poder siquiera acudir al aseo. Pues bien, supongamos que ese teleoperador sufre en silencio –que parece la única forma “oficial” autorizada de hacerlo-  las hemorroides. ¿Qué gracia le hará a nuestro teleoperador contemplar en la tele esos remedios milagrosos cuando precisamente trata de distraerse y olvidar su padecer a la hora de la cena?  Y para mayor inri, resulta que el paciente teleoperador ya ha probado sin éxito todos las pretendidas soluciones y pócimas que se agolpan en casa del boticario.

     La televisión suele ser un cóctel irreverente. Es posible ver una información en la que se hace mención a la cifra de fallecidos en la carretera durante el último fin de semana, y a continuación, en la siguiente pausa publicitaria,  asistir a la emisión de un anuncio de un vehículo que va escopetado por una carretera llena de curvas peligrosas a tropecientos por hora. Así de paradójico es este medio.

En China ya comen sin arrugarse el estómago ante ese televisor insolente que no solía respetar el ritual del almuerzo.

A ver si en España toman nota, y suman a esa iniciativa del país asiático la de negar espacio y tiempo a los políticos que sólo dicen tonterías.

¡Menuda criba! ¡Y qué buen gusto!

 

 

* Mis respetos para los empleados de banca. Esta injusta apreciación, por cuanto tiene de generalización, ha sido fruto de  un momento de obcecación: he pensado en los empleados de mi sucursal, que son de película de Fellini, lo juro.

 

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Subirse al podio

Mariano Rajoy se viste de domingo aunque sea sábado. Se va a subir al podio. Luce una sonrisa morrocotuda. Es la etapa más importante de La Vuelta, la audiencia está pendiente, el espectáculo garantizado, así que don Mariano se apunta a un bombardeo... mediático.

Ahora,  el que no se mueve no sale en la foto, y Rajoy, con tal de figurar, es capaz de marcarse unas sardanas o de acudir al primer hundimiento marítimo que se produzca, incluso allende nuestras fronteras.  El próximo candidato popular a la presidencia del gobierno ha comenzado ya su desfile oficial por aperturas, estrenos, inauguraciones, banquetes, homenajes y celebraciones. Y, claro, como le gusta el ciclismo a don Mariano... 

Sí, como a Javier Solana, que tuvo que vestirse de nazareno y acudir a París para solucionar el affaire de Pedro Delgado en el Tour que ganó el segoviano. Un análisis había salpicado  la hoja de servicios de aquel  ciclista llamado Perico, y González envió a sus naves a luchar contra los elementos. En las fincas del desastre socialista tampoco se ponía el sol por entonces. Solana jugaba ese papel de ministro amante de los deportes. Luego, la cosa involucionó y el ministro socialista se decantó por los daños colaterales. Solana abandonó la barba folk, repartió sus ropas de pana a las amistades menos pudientes y se enfundó el uniforme de la OTAN. En Serbia no le guardan mucho cariño. Y motivos tienen. Aunque eso al pretendido socialista le importe un comino. No da de comer.

Pues bien, Rajoy también va sobre ruedas, derrapando ante Mayor Oreja, venciendo en las metas volantes  y arrasando en los avituallamientos. Y entre etapa y etapa se da unos bailes en la plaza del pueblo para celebrar lo del Prestige. Ya saben: aquella barcaza de los hilillos. Después de todo, tras esas multitudinarias muestras de desencuentro, de esas manifestaciones con millones de españoles presuntamente encrespados, llegó la reconciliación;  las elecciones autonómicas y las municipales pusieron punto y aparte;  España envió sus tropas a Irak;  y Rajoy agradeció a las meigas su intercesión.

Con su camisa de cuadros, el pantalón bien arriba -como el jefe-, y esos bucles en el cabello adecentado por la colonia, se presenta el candidato en busca de la foto. Sube las escaleras como si fuera un congreso de los populares, engancha el ramo de flores, el trofeo, lo que haga falta y lanza apretones de manos a diestra y siniestra, abrazos por doquier y poses de político serio y responsable especializado en desastres naturales y desprestigios fuelísticos.

Ahí permanece don Mariano, el presente, el futuro y, tarde o temprano, el pasado. Mira de reojo con una mirada avariciosa el jersey oro, el maillot amarillo del líder. Se lo enfunda en sueños de fácil cumplimiento. Él también irá en una caravana multicolor, también pedaleará, también llegará exhausto a la meta. Pero a diferencia de los ciclistas, Rajoy, don Mariano, sólo tiene un rival, y además con una gripe permanente y los micrófonos abiertos.

Qué paradójico, los políticos son esos personajes que se suben a un podio a pesar de no haber ganado nada. Y ni siquiera tienen que pasar el control antidopaje.

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Ese loable sacrificio

Resulta sorprendente contemplar cómo el palco del estadio Santiago Bernabéu se convierte habitualmente en la morada de políticos avezados. Se aprovechan de su cargo para recabar un espacio preferente. Uno de los más aficionados a apalancarse en esos asientos lujosos es Enrique Múgica, el Defensor del Pueblo.

 Los niños, de mayores, no es de extrañar, ya no quieren ser bomberos ni futbolistas; ahora sueñan con ser el Defensor del Pueblo. Así, entre otras cosas,  podrán asistir a los mejores partidos de fútbol y gozar del espectáculo sin soltar un duro. Y además, en el centro del palco, a resguardo precisamente del pueblo llano.

Qué dura carga para un hombre tener que ir siempre al palco, tener que pisar alfombras rojas. Pero todo sea por defender al pueblo. Qué noble motivo. Qué loable sacrificio. Aceptemos que  el Defensor del Pueblo también forma parte del pueblo, así que resulta perfectamente comprensible que defienda sus propios intereses, aunque éstos sean futbolísticos. <

 

 

Para escribir al autor:  Marat@vodafone.es

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