Gracias por ser como sois
Llegué a casa a toda prisa, con la lengua fuera, después de escaparme del trabajo, correr como una gacela, subirme al autobús casi en marcha, jugarme el tipo en un paso de cebra y arrasar a la vecina del bajo izquierda, caniche incluido. Llegaba tarde a la cita, la serie estaba a punto de comenzar. Pocas cosas logran hacerme sonreír, así que comprenderán la urgencia de llegar a tiempo para ver esta nueva serie de humor. Desde los tiempos de George y Mildred, los Roper, no me sentía (que no sentaba) tan excitado ante la pantalla. Benny Hill y doña Croqueta desaparecieron de la parrilla hace tiempo, a Cheers se le pasó la gloria, y Ana y los siete se despidió hasta la próxima temporada. Pero ahora llegaba el turno de unos dignos sucesores. La risa estaba garantizada, el humor estaba a punto de inundar mi salón, me preparaba para cumplir con un rito muy saludable, estaba dispuesto a reírme con el resto de los vecinos, todos pendientes del televisor.
El ambiente era similar al de los partidos de España en el Mundial de fútbol. Ni un alma en la calle, ni un coche, tan sólo un gato abandonado se dejaba sentir bajo la terraza de mi casa, así que bajé la persiana, aun a riesgo de asfixiarme de calor, para que nada perturbara esa orgía de humor que se avecinaba. Y llegó el momento. Conexión en directo. Primeras risas. Asomaron unos rostros que provocaron el cosquilleo en ese músculo del gozo pleno. Nunca hubo tanto genio del humor junto en tan escaso espacio. Ahí estaban los protagonistas. Comencé a troncharme con las primeras actuaciones. No sé quiénes son los responsables del programa, pero deben ser tipos anticuados, porque a mí lo primero que se me ocurrió fue montar un concurso para elegir la mejor intervención. Una llamadita al 906, un mensajito corto del móvil, zas, un par de euros por cabeza, y a vivir, que son dos días. Hubiéramos votado en masa. Podíamos haber elegido el mejor chascarrillo, la mejor mueca, el gesto, qué sé yo. Esta serie me ha devuelto la ilusión por vivir, deberían recomendarla y dejarse de Lexatín ni vainas. Lo único malo es que dicen que van a cambiar el reparto. Se cargan lo mejor. Siempre igual.
Me reí todo lo que pude, pero de repente comencé a sentirme indispuesto, la gamba se metió por mal sitió, apenas podía respirar. No sé siquiera si fue cosa de la gamba –que me tragué sin pelar, absorto por la escena de humor surrealista que presenciaba- o del genial humorista que se ganaba el sueldo haciéndonos felices, alegrando nuestras existencias, divirtiéndonos sin cesar, mejorando nuestra salud, haciéndonos “sentir realizados”, dando sentido a nuestras vidas. Los ojos lloraban como jamás lo habían hecho, me sentí por momentos un oriental más, con los ojos estirados sin poder evitar el escozor, con la mandíbula casi desencajándose, el pelo de punta, como pretendiendo escapar de mis carcajadas, y el pecho resentido de ese reiterativo ejercicio sin fin. El vecino de arriba golpeaba el suelo con sus botas camperas, la mujer utilizaba los puños cerrados, se notaba. La lámpara del salón, temblorosa, parecía contagiada del éxtasis colectivo. Mi vecino de al lado aplaudía, daba fuertes palmadas a cada genialidad del humorista. Mi bloque se convirtió en una especie de 13 rue del percebe, pero con viñetas vivientes.
Al cabo de unas horas todo terminó, los protagonistas recogieron sus aperos, hicieron las maletas y abandonaron la escena hasta el siguiente capítulo. Habían cumplido sobradamente con su deber, podían marcharse satisfechos, orgullosos diría yo. Estábamos y estaremos siempre en deuda con ellos.
Para mí, el mejor fue Eduardo Tamayo, capaz de provocar el delirio ajeno sin pestañear. ¡Qué bueno eso de “que te conozco Rafael Simancas, que te conozco”!
Gracias por existir, Edu. Gracias.
En un país
multicolor...
España es el tercer país europeo en consumo de televisión. Los españolitos estamos en el podio dejándonos la vista y otras cosas aún menos recuperables ante la caja tonta. La tele en España va bien, aunque Telecinco reconozca que se equivocó en el cásting de Hotel Glam. A ver si al penitente arrepentido señor Vasile, consejero delegado de la cadena, le da una noche por ver Crónicas Marcianas y emitir un juicio sobre el cásting de esa mesa que organiza Sardá.
Y es que algo le pasa a este país, para que parte del personal esté pendiente de las romerías y besuqueos de la Pantoja y el alcalde minero, que cada vez que le enfoca la cámara está realizando una incursión “digitonasal”, hurgándose en los orificios de la nariz, que cualquier día va a realizar la travesía completa hasta dar con el paladar. Este hombre lenguaraz, de gomina rancia y barriga prominente se despacha con los periodistas con hemorroides verbales, sin tener en cuenta que las cámaras le han pillado in fraganti en el pleno del ayuntamiento imitando a la abeja Maya, no en un zumbido pendenciero, ni en sus jugueteos con Willy, sino en la creación y cuidado de la cera. Cualquier día, el Diez Minutos regalará con cada ejemplar de la revista una celdilla del panal del novio de la Pantoja. Y los reporteros tendrán que ir vestidos como apicultores.
Tiempo al tiempo.
Nota:
Antes de que finalice esta semana estaré en la finca de Bush disfrutando de
unas merecidas vacaciones que, a pesar de todo, deberé pagar. Ni una sola de
las televisiones ha tenido el detalle de ofrecerme unos eurillos a cambio de
una crítica favorable. Así que deberé costearme el total del viaje. Me compré
un disfraz de cocodrilo, pero ni por esas. A ver si para el año que viene
cambian las cosas. De momento, estoy pensando formar parte del futuro partido
de Tamayo, y cambiar de look, como ha
hecho María Teresa Sáez.
Me despido de ustedes y del señor Ortiz hasta
dentro de unas semanas. Le echaré de menos.
No, no me digan nada ahora. Háganlo después de la publicidad.<
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