Del rosa al negro

  

Temas de sociedad, dicen. Sí, de famosos, de cotilleos, de desfiles de encefalogramas planos, de cajas registradoras abiertas las veinticuatro horas del día, de escarabajos peloteros. Macedonias de conserva, asuntos intrascendentes, besos de postín, conveniencias e inconvenientes, parejas de hecho y de desecho, peluquines pasionales, herramientas de la recaudación travestidas de pasión y enamoramiento, guiños, palideces del descaro, menestra de engaños, reconciliaciones al horno, enmascaradas y aderezadas con el perejil y la ausencia de rubor, declaraciones vacías y vacíos pensamientos. Lunas llenas de morro, satélites del egocentrismo, reflejos solares del incendiario mundo de la sinrazón. Se venden, se comercializan, se expropian, se censuran, se chantajea con ellas, con esas insípidas exclusivas pagadas a precio de oro con los ahorrillos de la monotonía.  Entran en la atracción de frío y  de calor, de combinaciones prestigiosas  basadas en la nimiedad y la melancolía del vecindario.

 Partícipes del éxito, recibiendo una firma, un gesto o un simple saludo, los miembros de la plebe giran sus cabezas cuando pasan junto a ellos los malabaristas de la atracción rosa. ¿Qué demonios ha hecho ese color para recibir esa plaga nominal tan perversa? ¿El mundo del corazón? Demasiados donantes demenciales para un órgano tan serio; demasiadas metáforas para un vertedero tan amplio. Todo se tiñe de rosa en la terrible fiesta del engaño. Y luego llega la noche y  se cierne sobre todos la oscuridad.                                       

 

 

 

El plagio: una diversión original

 

Ahora que el asunto de las gripe aviar deja un resquicio de protagonismo al plagio de las almas y las voces con eco, ahora, digo, encuentro tiempo, luz y motivación para tratar  estos otros asuntos de la hiel más lastimosa y cegadora. El destello es dañino, incoherente y trágico. Las luces de la vanidad han encendido las sombras del reposo y contagiado de necedad muchas palabras e innumerables deseos, antes tan limpios...

El plagio es un castigo con dos cabezas, un reposo bicefálico, una desventura que alterna la flojedad moral con la indecencia del robo lujurioso. El balanceo no cesa nunca, ni siquiera con la llegada del fin de los días, pues el atentado, el sufrimiento y la banalidad no cicatrizan con el silencio ni con el desprecio a la verdad creativa.

El mundo de la literatura no está exento de los buitres moradores que aguardan el sueño ajeno para convertir el reposo en el fin, en un adiós involuntario. Las palabras así arrancadas se convierten en la carroña encuadernada. Nombres ilustres tratan de esquivar las sugerencias y las intenciones de los denunciantes. Otros y otras buscan explicaciones tan absurdas como la vivencia de unos párrafos revestidos por la impotencia de quien se ve incapaz de disfrutar de una narración, de un personaje  cuya riqueza experimental  se ve prostituida por el engaño.

El muro de las lamentaciones editoriales apenas si registra visitas. Desde una supuesta ortodoxia plagada de leyendas abominables y apariencias de recepción mediática, el desfile de atolondrados siervos del engaño continúa, pero al otro extremo de la ciudad.

Y mientras la perplejidad se oculta tras la fantasía autorizada, los lectores caen en el engaño. Qué importa quien lo escriba, pensarán algunos. ¿Qué importa entonces entrar en el redil y ceder a las tentaciones? John Steinbeck afirmó en una ocasión:  De todos los animales de la creación el hombre es el único que bebe sin tener sed, come sin tener hambre y habla sin tener nada que decir.”

Este crítico  charlatán contempla absolutamente perplejo el discurrir de series de “fabricación propia” que copian ideas, conceptos, tramas y personajes de unas hermanas mayores que siempre son más originales y efectivas. Los hospitales, los colegios, las comisarías y los enredos de estas series denominadas “nacionales” son como los vendedores del elixir fantástico, pero con doscientos años de retraso. Nos pretenden convencer de las propiedades fantásticas de tal producto, de tal pócima. Unos y otros: los literatos de pluma fácil y escocido trasero, y  los cautivadores de éxitos televisivos bárbaros sonríen para una foto que ya ha sido revelada. Lo peor no es ya copiar algo, sino calcarlo sin rendir pleitesía a la evidencia y a la originalidad, mutilando así sin remisión  la belleza.

El “cortar y pegar” de la mentira se hermana entonces con la desidia, con la chapuza más extrema, como si estuviéramos en un baile de disfraces y máscaras en la época de Larra, y aquel pobrecito hablador hubiera enmudecido harto de llevar a cabo revelaciones inservibles. En la literatura, como en la televisión, también todo el año es carnaval.

 

Para escribir al autor: Marat_44@yahoo.es

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