El próximo
20 de febrero votaré “no” a la Constitución Europea. Y me gustaría explicar por
qué haré tal cosa.
Conviene
dejar claro, en primer lugar, que siempre elijo el camino del voto, ante la
duda entre participar en las votaciones o abstenerme. La opción de no votar,
simplemente, no va conmigo. Ya lo he contado alguna vez, creo que en este mismo
sitio web: soy muy participativa, en general. Y, por
mucha pereza que me dé, o por poco apetecibles que resulten las alternativas,
siempre voto. Aunque sea en blanco.
En esta
ocasión, mi voto negativo se basa en múltiples razones, de diversa índole, que
han ido fortaleciendo poco a poco mi decisión, desde el día en que los jefes de
Estado y de Gobierno de la Unión Europea firmaron, entre grandes festejos y
trascendentes discursos, la Constitución europea. Fue precisamente aquel
acontecimiento el que me decidió, en primera instancia, por el voto en contra.
Me parece una auténtica tomadura de pelo someter a la ratificación (todo un
ejercicio de estalinismo clásico) de la ciudadanía europea un tratado al que
los dirigentes de los países firmantes ya han dado su aprobación, y su visto
bueno. Es conveniente tener en cuenta que este referéndum no es vinculante, o
por mejor decir y ser más precisa, es no vinculante (aunque no olvido
que el Gobierno español se encontraría en un serio aprieto si quisiese obviar
un resultado negativo en el referéndum), y también conviene no perder de vista
que no en todos países cuyos representantes han dado su aquiescencia al
tratado, va a tener lugar dicha consulta popular.
Lo que me
lleva a concluir que este tratado, como el de Roma y el de Maastricht,
salvo contados y excepcionales casos, se impondrá como los otros se han
impuesto, desde la oligarquía política y financiera de Europa, a los ciudadanos
que habitamos en los países miembros de la UE. Con refrendo popular, o sin él.
La trayectoria antidemocrática de la Unión es toda una institución: la mayor
parte de las acciones económicas, políticas y sociales, que afectan seriamente
a los ciudadanos europeos en su vida cotidiana, se toman en órganos no elegidos
democráticamente, y se imponen contra viento y marea, muchas veces en contra de
la opinión de la gente. Lo que ocurre es que este estado de cosas ya está
empezando a notarse demasiado entre el personal, y evidentemente las
autoridades europeas se han dado cuenta de que no es conveniente pasarse de la
raya, al menos formalmente. En el caso concreto de España, Zapatero no puede
incurrir en la grave contradicción que supondría acceder a la puesta en marcha
de una Constitución europea, sin consultar previamente al electorado español.
Tal cosa sería una lamentable demostración de que su proclamado “buen talante”
(del que está empezando a sentirse demasiado orgulloso: da la sensación de que ya
está encantado de conocerse) no es sino apariencia.
Por otra
parte, la campaña institucional que ha emprendido el PSOE es, además, digna de
recibir una seria amonestación (como la que de hecho ha recibido por parte de
la Junta Electoral Central), y también digna de merecer que se haga todo lo
contrario de lo que en ella se solicita, es decir: votar que no.
Dejando de
lado lo anterior, que me parece no poca materia como para decidirse por el voto
en contra en este caso, el análisis somero -de ciudadana de a pie- de este
marco legal no hace sino darme disgustos. Vayamos por partes.
En primer
lugar, se afirma desde diversos ámbitos contrarios al tratado que la
Constitución europea tendrá rango superior a las constituciones de los estados
miembros de la UE. No sé en qué términos precisos entra en contradicción con
todas y cada una de las cartas magnas europeas, pero sí sé que los derechos y
deberes fundamentales de la mujer y del hombre, recogidos en la carta de
Derechos Humanos de 1948, sólo se enumeran en la Constitución europea, mientras
que en las constituciones de los estados miembros se obliga a los gobiernos de
dichos países a garantizarlos. Una diferencia importante, y de peso, que además
se explica muy bien con el tesón con que en este tratado se defiende el libre
comercio sobre cualquier intento proteccionista de los estados por defender su
industria y su riqueza autóctonas de los ataques del resto de las economías. Se
insiste en la flexibilidad del mercado laboral y en el fomento de la
competitividad de Europa dentro del continente, y frente a otros mercados.
Hay aún
otro inquietante aspecto de esta constitución, que refleja perfectamente cuál
es la tendencia ideológica que a ella subyace, el mercantilismo neoliberal: los
servicios sociales públicos y las infraestructuras que tradicionalmente han
sido gestionadas directamente por los estados (con lo que eso supone: el gasto
en salud, transportes o educación no estaría sujeto a las leyes del mercado, y
el concepto de “déficit” no tendría cabida en estos casos), pasan a denominarse
“servicios económicos de interés general”. Esta nomenclatura supone dejar
constancia negro sobre blanco de las tendencias privatizadoras de los bienes de
todos, supone abandonar la esperanza de que el Estado se ocupe de nuestras
necesidades básicas. El libre mercado, en este caso, es un crimen de estado. Ni
más, ni menos.
Sé bien
que todo lo anterior ya ha sido decidido, hace tiempo, por los países más ricos
del mundo, y que de todo ello ha quedado constancia en los distintos acuerdos
económicos que los países miembros de la UE han ratificado, y que están
actualmente en vigor.
Sin
embargo, esta Constitución europea se ha elaborado con la intención de dar aún
un paso más hacia la imposición del mercantilismo y el capitalismo sin barreras
ni cortapisas, en nuestro continente.
Por todo
lo expuesto, votaré que no a la Constitución europea. Para que, al menos, no
arrasen los derechos de los ciudadanos europeos con mi participación. Como ya
dijimos cuando estalló la guerra de Irak, “no en mi nombre”.
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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