Hace
unos años visité el Museo Imperial de la Guerra (Imperial War Museum) en Londres, por
consejo de mi hermano José-Luis. Confieso que la sugerencia me pareció
descabellada, propia de mi hermano mayor, tan raro como yo y con aficiones
bastante peculiares, para lo que se estila habitualmente. Una de ellas, que yo
nunca he compartido en exceso, es su interés por la historia bélica del siglo
XX. No me refiero a los antecedentes económicos y socio-políticos de los
conflictos armados, ni a sus tristes consecuencias, asunto hacia el que sí
inclino mis preferencias. A él le interesan la estrategia militar, las armas
utilizadas, las conquistas obtenidas. Así, cuando fui exhortada a visitar un
museo de nombre tan poco atractivo, y para más inri,
en una ciudad en la que si algo no falta son museos interesantes -y
famosísimos- que visitar, mi primera reacción fue
hacerme la longuis. Pero no me atreví a luchar contra
la persistencia de mis mayores, y acudí al impresionante recinto londinense sumisa y resignada. (Os aseguro que es mi sino.)
Mi
sorpresa fue grande y agradable: las colecciones del museo, fundado a
principios del siglo pasado, son de todo tipo y condición, y abarcan desde
objetos propagandísticos utilizados por la Administración de Churchill para animar a los británicos a resistir, hasta
decorados a escala real de las trincheras de la primera guerra mundial, pasando
por muestras de armamento ligero y pesado, fotografías aéreas de las zonas
conquistadas por el ejército aliado en la segunda gran guerra, o suculentas
porciones de vida cotidiana de los ciudadanos ingleses en plena época de
bombardeos.
Pero
lo que me dejó un hondo poso en mi precaria sensibilidad fue la zona en la que
se rememoraba la liberación del campo de concentración de Bergen-Belsen, por parte del
ejército británico. Este lugar horrible, situado en la Baja Sajonia, fue
establecido por las SS a finales de la guerra con el inicial objetivo de
funcionar como estación de tránsito para presos gentiles (izquierdistas,
homosexuales, gitanos, etc.), y judíos holandeses, polacos, húngaros y de otras
tierras conquistadas, la mayor parte de los cuales moriría poco después en los
campos de exterminio diseñados en la conferencia de Wannsee,
y que se construyeron más hacia el este de Europa. En un principio se proyectó
para encerrar a unos diez mil prisioneros, pero la urgencia de las autoridades
alemanas por llevar a cabo la “solución final”, anticipándose a la posibilidad
de que Alemania perdiese la guerra, provocó pronto la superpoblación del campo.
Llegaron a hacinarse allí, en condiciones deplorabilísimas,
50.000 presos de toda condición. 37.000 de ellos murieron en Bergen-Belsen víctimas del hambre, las enfermedades, la violencia
de los guardianes del campo y el agotamiento producido por el trabajo forzado.
En Bergen-Belsen no hubo gaseamientos
ni incineraciones, y sin embargo la mortandad era altísima: las tropas
británicas, al llegar allí, quedaron espantadas al ver los cientos de cadáveres
hacinados en grandes fosas comunes que, por desidia, no habían sido cubiertas.
Muchos de los supervivientes, comidos por las enfermedades y la
suciedad, esqueléticos, desorientados, semidesnudos, no resistieron los
intentos de las enfermeras británicas por alimentar sus cuerpos desnutridos. La
mayor parte de ellos murió tras la liberación del campo.
En el museo se exponen, para el espanto de los visitantes, los
rostros de los responsables del campo que las tropas pudieron tomar como
prisioneros: eran auténticos monstruos, prodigio de fealdad y de podredumbre
interna. A pesar de todo lo descrito, son aquellos ojos desorbitados, aquellas
muecas odiosas, las que recuerdo siempre vivamente de mi visita al Museo
Imperial de la Guerra.
Estos días en que se conmemora la liberación de otro infierno, el
de Auschwitz, éste más productivo en cuanto
a los asesinatos, he recordado aquellos rostros llenos de locura y de rabia, y
he vuelto a sentir terror de la especie humana.
Y he recordado también que en muchas partes del mundo, en estos
momentos en los que escribo, hay hombres y mujeres como los verdugos de los
campos de concentración, trabajo y exterminio nazis, que disfrutan torturando
hasta la muerte, la extenuación o la derrota, a sus semejantes.
Y no. No puedo con ello. Cuánto horror.
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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