La banalidad del mal
El
20 de enero de 1942, un puñado de hombres acudieron a una cita en una lujosa
villa a las afueras de Berlín, en el barrio de Grossen
Wannsee, invitados por Reinhard
Heydrich, jefe de los Servicios de Seguridad del
Tercer Reich, mano derecha de Heinrich
Himmler, el temido jefe de las SS y de la Gestapo. Se trataba de una simple reunión de negocios que
duró sólo 94 minutos, en la que quince altos funcionarios del Estado alemán
disfrutaron de una sabrosa comida y un delicioso vino, mecidos con la dulce
música de Schubert, mientras decidían cómo asesinar a
once millones de judíos. Aunque la persecución había comenzado en los años 30,
fue en la Conferencia de Wannsee cuando oficialmente
se decidió que el plan de Hitler para exterminar a todos los judíos de Europa,
la “Solución Final”, iba a desarrollarse de inmediato, y también fue en aquella
reunión donde se decidió que la manera más eficiente de asesinar en masa era
construir cámaras de gas.
La
BBC produjo en 2001 un excelente telefilme (Conspiracy)
que, basándose en uno de los ejemplares del acta de aquella terrible reunión de
verdugos sin entrañas que -imagino que por error o desidia- no fue destruido,
describe minuciosamente todo lo que se trató en la villa de Wannsee.
Ayer tuve oportunidad de ver este docudrama, en el que por cierto, y sin que
sirva de precedente (ni de antecedente, fuera de las adaptaciones de obras de Shakespeare), Kenneth Branagh hace un excelente trabajo en su interpretación de Heydrich, el “Carnicero de Praga”, como era conocido entre
los resistentes checos. Branagh confiesa que pasó
noches en vela, perturbado por la existencia de este prodigio de maldad: “Mi
experiencia previa en interpretar a alguien tan malvado y tan oscuro era mi
papel como Yago en Otelo. Y aún así, en este personaje había muchas
motivaciones internas, como los celos sexuales y la ambición desmesurada, que
se pueden considerar humanos, aunque no sean agradables. Pero en Heydrich no encontré nada de eso. Era muy complicado
descubrir qué había de humano en él.” Me sorprende darme cuenta de cómo Branagh es capaz de interpretar de una manera tan eficaz a Heydrich, sin haber entendido, como dicen en el Caribe, “el
tema de la vaina”. Tan humana es la frialdad de este criminal a gran escala,
como la pasión de Yago.
La
cuestión es que la visión de esta película me trajo a la cabeza unas ingratas
reflexiones acerca de cómo cualquier atrocidad, por muy horrible que sea y muy
difícil que sea disimular que lo es, puede tratarse con minuciosidad y eficacia
en una reunión de trabajo, y cómo además es absolutamente necesario que así
sea, porque nadie en sus cabales es capaz de tomar decisiones tan terribles
como asesinar a millones de personas, descuartizar cuerpos infantiles, arrasar
poblaciones o acabar con toda la discrepancia en un país por la vía del
asesinato masivo, si tal cosa implicase darse cuenta de que uno es responsable
de un crimen de tales dimensiones. Lo lógico es tratarlo fría y
calculadoramente, analizando los medios más rápidos para cumplir los objetivos
perseguidos, y entendiendo que las futuras víctimas, de alguna manera, merecen
su triste destino.*
Es
evidente que alguna vez, en alguna habitación de la Casa Blanca o del Pentágono
se han reunido unos pocos elegidos, algunos privilegiados, con un espeluznante
orden del día, para tratar la conquista de Irak. Se ha hablado de la
construcción de penales, de campos de concentración, de dar impías consignas a
los marines allí destinados.
No,
no fue un soldado aturdido por el derramamiento de sangre y la barbarie que ha
visto, el único culpable del asesinato de un hombre herido, a medio desangrar,
e inerme, frente a las cámaras de la televisión.
Él
es el último eslabón de la cadena. El más sanguinario, tal vez, pero el más
inocente de todos. Los peores criminales apoyan sus traseros en sillones estilo
Imperio. En el ala oeste de la Casa Blanca.
* Buscando por ahí, me
he encontrado con un artículo titulado “La banalidad del mal”, escrito hace
algunos años por el economista estadounidense de izquierdas Edward
S. Herman, y en el que el autor trata exactamente de este asunto, y lo que es
más: se basa precisamente en una expresión -la que da título a este escrito y
al suyo- que leyó por vez primera en un libro que trataba sobre el juicio que
se siguió en Israel contra Adolph Eichmann,
uno de los asistentes a la Conferencia de Wannsee, y
en el que por cierto este pájaro fue condenado a muerte. Reproduzco a
continuación mi traducción apresurada de este interesante texto:
“La
Banalidad del Mal”, extraído del libro “El triunfo del mercado”, por Edward S. Herman
El
concepto de la banalidad del mal alcanzó prominencia a raíz de la publicación
en 1963 del libro “Eichmann en Jerusalén: Informe
sobre la banalidad del mal”, de Hannah Arendt, basado en el juicio que se siguió contra Adolph Eichmann en Jerusalén. La
tesis de Arendt era que las personas que cometen
crímenes innombrables, como en el caso de Eichmann,
un alto funcionario de la maquinaria nazi que gestionaba los campos de
exterminio, pueden no ser locos fanáticos en absoluto, sino individuos
ordinarios que simplemente aceptan las premisas del estado y participan en
cualquier empresa que se trate con la energía de los buenos burócratas.
Normalizar lo impensable
El secreto
para hacer cosas terribles de forma organizada y sistemática descansa en la
“normalización”. Mediante este proceso, los actos feos, degradantes, asesinos e
innombrables se convierten en rutina, y se aceptan como “la manera en que se
hacen las cosas”. Habitualmente hay una división del trabajo entre hacer y
racionalizar lo impensable, con una serie de individuos cometiendo la
brutalidad y el asesinato directos, otros manteniendo la maquinaria de la
muerte en orden (sanidad, suministro de alimentos), otros más produciendo los
instrumentos del crimen, o trabajando en la producción de tecnología (un mejor
horno crematorio, un napalm que arda durante más
tiempo o sea más adherente, metralla que penetre en la carne dejando poco
rastro). Es la función de los intelectuales orgánicos y otros expertos, y de
los medios de comunicación a favor del régimen, convertir lo impensable en algo
normal para el público. El difunto Herman Kahn se
pasó la vida haciendo pasar por algo aceptable la guerra nuclear (“Acerca de la
guerra termonuclear”; “Pensar en lo impensable”), y tal farsante obtuvo una muy
buena prensa.
En un
excelente artículo llamado “Normalizar lo impensable”, publicado en el Boletín
de Científicos Atómicos en marzo de 1984, Lisa Peattie
describía cómo en los campos de exterminio nazis el trabajo se había
“normalizado” para los prisioneros que permanecían allí largo tiempo, así como
para el personal regular: “Los fontaneros de la prisión colocaban la manguera
en el crematorio, y los electricistas electrificaban las vallas. Los jefes de
los campos mantenían procesos estandarizados y en orden. Los adoquines que
pavimentaban el camino hacia los crematorios en Auschwitz
tenían que estar perfectamente limpios.” Peattie se
centraba en el paralelismo entre la rutina en los campos de exterminio y la
preparación para la guerra nuclear, circunstancias en las que lo “impensable”
se organiza, y se prepara una división del trabajo para que participe en ello
gente a muchos niveles. Mantenerse a distancia de la ejecución ayuda a
convertir la responsabilidad en una nebulosa. “Adolph
Eichmann era una persona altamente responsable, de
acuerdo con su concepto de la responsabilidad. Para él, estaba claro que los
jefes del estado determinaban la política a seguir. Su papel era el de llevarla
a la práctica, y afortunadamente, pensaba él, nunca fue parte de su trabajo el
tener que asesinar a nadie.”
Peattie mencionaba que el jefe del
principal laboratorio militar de investigación estadounidense en los 60
argumentaba que “su tarea era el desarrollo, no el uso, de la tecnología.” Como
en los campos de exterminio, en los laboratorios armamentísticos y en las
instalaciones productoras, se destinan los recursos basándose en una
participación efectiva en un sistema mayor, los trabajadores derivan su apoyo
de las interacciones con otros en el esfuerzo mutuo, y la complicidad queda
oscurecida por la rutina del trabajo, la interdependencia y la distancia de los
resultados.
Peattie también mencionaba el hecho de
que, dado el desastre sin parangón que seguiría a una guerra nuclear, “se
recurre a maquetas y juegos para hacer del sistema algo divertido.” Se
desarrolla también un vocabulario que ayuda a tragar lo impensable:
“incidentes”, “índices de vulnerabilidad”, “impactos armamentísticos” y “disponibilidad
de recursos”. Ella no lo menciona, pero nuestro viejo amigo “daño colateral”,
utilizado en la Guerra del Golfo de 1991, brilló desde entonces con luz propia.
Esclavitud y racismo como
rutinas
Cuando yo
era un muchacho, y un ardiente aficionado al béisbol, nunca cuestioné, o
siquiera percibí, que no hubiera jugadores negros en la liga de honor. Así eran
las cosas; el racismo era tan rutinario que tuvieron que transcurrir años
llenos de incidentes, acciones, lecturas y traumas cotidianos para dar la
vuelta a mis profundos prejuicios. Históricamente, éste era un país en el que
la esclavitud humana estaba firmemente institucionalizada y convertida en una
rutina, en el que los abolicionistas de
los años previos a la guerra civil eran contemplados como peligrosos
extremistas por las elites dominantes del norte.
La
racionalización de la esclavitud era muy notable. Surgió un grupo de
intelectuales en el sur antes de 1860 que no sólo defendían la esclavitud, sino
que sostenían su superioridad moral en lo que respectaba al servicio prestado a
los esclavos, ¡señalando las desventajas que sufrían los blancos esclavizadores! La obra “La mala medida del hombre”, de Stephen Jay Gould,
es un soberbio compendio de cómo la ciencia estadounidense, a los más altos
niveles, construyó y mantuvo una teoría “científica” para justificar el racismo
durante décadas, principalmente a través de charlatanería pseudo-científica. Es
rara la habilidad para desdeñar las barreras culturales. Y parece que lo que el
dinero y el poder soliciten, la ciencia y la tecnología lo proveerán, por muy
intolerable que sea el objetivo perseguido.
Los
historiadores adictos al poder también han conseguido colocar a la esclavitud y
la opresión sufrida por los negros bajo una luz tolerable. Un poderoso artículo
del difunto Nathan I. Huggins,
“El espejo deformador de la realidad: Las literaturas del esclavo y del amo en
la historia estadounidense”, publicado en el número de invierno de 1991 de la
Revista Radical de Historia, muestra perfectamente cómo la “literatura del amo”
en la historiografía ha normalizado la esclavitud de los negros y el racismo
posterior a 1865. La esclavitud fue un “trágico error” (como la Guerra de
Vietnam), más que una elección racional e institucional; se ha marginado y convertido
en una tangente, antes que explicar que fue parte central de la historia de los
Estados Unidos; y se ha descrito como un error en proceso de rectificación, en
progresiva evolución, antes que como una cicatriz imborrable que ayuda a
explicar la estrategia sudista y el creciente racismo que padecen los negros
actualmente.
Los beneficios generan los
trabajos
La
normalización de lo impensable se da fácilmente cuando el dinero, el status, el
poder y el trabajo salen a escena. Siempre pueden encontrarse empresas y
trabajadores que fabriquen gases letales, napalm o
instrumentos de tortura, y allí estarán asimismo los intelectuales que
justifiquen su producción y su uso. Las racionalizaciones son de esta índole:
“el Gobierno sabe más que nosotros”, “nuestro esfuerzo es estrictamente
defensivo”, o bien, “si no lo hago yo otro lo hará”. También cabe el recurso a
la ignorancia, real o fingida. La ignorancia del proceso por parte del
consumidor es importante. El Dr. Samuel Johnson
declaró que antes mataríamos a una vaca que comer su carne, pero las visitas a
los mataderos han convertido a algunos en vegetarianos. La portada del Newsweek que hace algunos años ilustraba el consumo
de carne en los E.U.A. mostrando reses vivas que
caminaban hacia el interior de una boca humana, provocó muchas protestas de
gente a la que no le gusta que se le recuerde que los filetes se obtienen
sacrificando animales; les gusta pensar que se manufacturan en fábricas, posiblemente
fuera de la biosfera.
La
burocratización del uso de animales con fines científicos es un asunto denso y
controvertido. (...) En la Universidad de Pensilvania,
hace algunos años, exitía un Laboratorio de Heridas
en la Cabeza, fundado por el Gobierno, en el que unos babuinos eran sometidos a
heridas en la cabeza con el objetivo de ayudarnos (v.g.,
a las criaturas con alma, la culminación del proceso evolutivo y la consecución
del propósito del universo). El laboratorio fue invadido por la gente del PETA
(Gente por el Tratamiento Ético de los Animales), que entre otras cosas se
hicieron con cintas grabadas. El documental que PETA hizo con tal material, que
mostraba a esas inteligentes criaturas con la cabeza
aplastada y convertidas en zombis, aportó clara evidencia de que las
normas oficiales del tratamiento hacia los animales de laboratorio habían sido
violadas, y lo que es más importante, que las actitudes de los participantes
hacia los animales eran feas e insensibles. No era difícil pensar en los campos
de exterminio contemplando el documental de ese laboratorio en acción. Aún así,
la comunidad científica de Pensilvania no sólo
defiende el uso de los animales frente a las críticas externas con pasión y
aparente unanimidad, sino que nunca, por lo que yo sé, ha admitido en público
que el Laboratorio de Heridas en la Cabeza se les haya ido de las manos.
En el
asunto de la construcción armamentística, los contratistas y el Pentágono se
han convertido en expertos en repartir el negocio entre muchos estados, y
alcanzar una masa crítica de empleos, beneficios y legisladores por distrito
congresual, para así maximizar la base financiadora.
Los trabajos son los trabajos, sea construyendo escuelas o misiles
preservadores de la paz o talando árboles de mil años de edad. Me dieron unas
ligeras arcadas durante la Guerra de Vietnam a causa de unos anuncios de la
Boeing que solicitaban trabajadores para su planta fabricadora de helicópteros,
en los que la empresa se calificaba a sí misma de “patrono de la igualdad de oportunidades”
(EOE, en sus siglas inglesas). Tal vez la gerencia del campo de Dachau fuera también un EOE, para los trabajos que había
que hacer y para los cuales había demanda.
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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