Escribió
Lawrence Durrell, mostrando sin rubor sus exuberantes
cimientos victorianos, que “todas las culturas corrompen, pero la cultura
francesa corrompe absolutamente”. Supongo que, además de hacer una gracia, el
escritor pretendía sintetizar un pensamiento que muchos de sus paisanos
comparten acerca de cómo Francia, a lo largo de su historia -llena de
desafortunados y poco edificantes episodios, como el de todos los países que alguna
vez han sido imperios-, se ha empleado con tesón en convertir en franceses
mondos y lirondos a personas nacidas en países invadidos militar y/o
económicamente, cuyas características raciales, lengua, cultura, religión,
fauna y flora distan mucho de parecerse a las que se dan en tierras galas. No
dejo de dar importancia al hecho de ser todo un citoyen
francés, pero tal circunstancia no me parece mejor ni peor que ser vietnamita,
congoleño o malgache.
Podrían
haberse conformado con instalarse en un país, robar todo lo que mereciese la
pena llevarse, construir las infraestructuras justas que permitieran hacer
llegar la rapiña hasta la metrópoli, y casi agotadas las existencias, largarse
de allí sin mirar atrás, no sin antes atar fuertemente los cabos comerciales
necesarios para seguir explotando los recursos naturales de la colonia sin
moverse de casa. Lo que ha hecho tantas veces Gran Bretaña, por ejemplo. Pero
la República Francesa siempre ha aspirado a más: tenía el mismo prurito que el
imperio castellano en mejorar la especie, en intentar reconvertir a los
salvajes de las colonias en ciudadanos algo mejor de lo que eran. En ese
sentido, tenía razón Durrell: La cultura francesa
corrompe absolutamente.
Claro,
que casi todo en esta vida trae consigo algún inconveniente. En el caso que me
ocupa -la situación en Costa de Marfil-, dar la paliza a los marfilenses con La
Marsellesa ha acabado por generar problemas. Y si no, ¿qué se puede esperar de
un pueblo que ha crecido con estos versos?:
Aux
armes, citoyens,
Formez
vos bataillons,
Marchons,
marchons!
Qu'un
sang impur
Abreuve
nos sillons!
(A
las armas, ciudadanos, / formad batallones, / ¡marchemos, marchemos! / ¡Que la
sangre impura / riegue nuestros surcos!)
Quoi!
Des cohortes étrangères
Feraient
la loi dans nos foyers!
Quoi!
Ces phalanges mercenaires
Terrasseraient
nos fiers guerriers!
Grand Dieu!
Par des mains enchaînées
Nos fronts sous le joug se ploieraient
De vils despotes deviendraient
Les maîtres de nos destinées!
(¡Las
cohortes extranjeras / dictarían la ley en nuestro hogar! / ¡Las falanges
mercenarias / abatirían a nuestros valientes guerreros! / ¡Gran Dios!
Encadenadas nuestras manos, / ¡tendríamos que doblegar las frentes bajo el
yugo! / ¡Viles déspotas se convertirían / en dueños de nuestro destino!)
He
aquí una bonita paradoja histórica. La inspiración del patriótico himno de la
metrópoli ha hecho huir a ciudadanos franceses, aterrorizados por el odio
marfilense, del país en el que hasta hace unos días vivían tranquilos, dichosos
y probablemente con el riñón forrado. Tienen que volver a Europa víctimas de la
sed de justicia que los naturales del lugar han ido acumulando tras décadas y
más décadas de barbarie colonialista, que han dejado un país atado
económicamente a empresas francesas, holandesas, estadounidenses y españolas
-por ese orden-, con una de las tasas de mortalidad más altas de África, una de
las deudas externas más abultadas del mundo, sin bosques -que un día fueron los
más feraces del oeste del continente-, enzarzado en disputas con los países
vecinos y sufriendo una intermitente guerra civil, con una ridícula esperanza
de vida (que mejor debería llamarse “desesperanza de vida”) y una paupérrima
renta per capita.
“No
entendemos por qué nos atacan,” declaran a la televisión los blancos
perseguidos, con los ojos desorbitados y la mandíbula temblona, “no les hemos
hecho nada”. Pero no tienen razón. Sí han hecho algo: colaborar a su miseria. Y
recordarles que hace siglos unos blancos avispados y aventureros llamaron “Costa de Marfil” a una parte de la tierra en la
que viven, y que fue entonces cuando comenzaron a forjarse las penalidades de
su existencia.
De
todos modos, los pieds blancs
pueden estar tranquilos: su Gobierno ha acudido pronto al rescate, abusando
de su superioridad militar y de su fuerza colonial.
Desde
la admiración que tengo por muchas características de la cultura francesa y
desde el cariño que me producen muchos de los ciudadanos franceses, también con
la esperanza de continuar envidiando tantas cosas de la República, deseo que,
de una vez por todas, la ciudadanía de mis vecinos del norte le plante cara a Raffarin y sus secuaces. No podemos volver a los tiempos de
De Gaulle. Sería demasiado.
No
estaría nada mal que los franceses volvieran a tomar la calle. Aux armes, citoyens!
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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