El
sábado pasado lo dedicamos en cuerpo y alma a la búsqueda de muebles asequibles
para completar nuestro hogar. En consecuencia, hicimos lo que hace todo el que
no se puede permitir nada mejor en estos menesteres: pasar el día en IKEA. Es
la tercera vez que acudo, pesarosa y a regañadientes, a esta inmensa tienda
sueca, pero es la primera vez que salgo de allí tan agotada física y
emocionalmente. Las no sé cuántas horas que transcurrieron desde que aparcamos
el coche hasta que escapamos de las hordas comprantes, bajo una lluvia molestísima y la amenaza de un atasco de mil pares, nos
dieron para múltiples y variadas reflexiones acerca de esta multinacional tan
políticamente correcta.
La
primera de las conclusiones que extraje, hace tiempo ya, cuando visité por
primera vez este centro comercial, fue que hay nacionalismos de toda condición.
Y que el nacionalismo sueco, en su expresión empresarial, no tiene nada que ver
con los nacionalismos que se dan en la península ibérica, al menos en sus
demostraciones externas. Cuando uno llega al edificio de IKEA, por poco
observador que sea, se da cuenta de que los colores nacionales, el azul y el
amarillo, predominan escandalosamente sobre el resto, tanto en la fachada como
en el interior del recinto. Llegan a extremos desopilantes cuando te exhortan a
que recojas una bolsa amarilla (“coge tu bolsa amarilla”) o bien una
azul (“coge tu bolsa azul”). Cada color sirve para un propósito: son
así. ¿Os imagináis que El Corte Inglés nos animase a recoger bolsas estampadas
con los colores patrios bajo el lema “coja su bolsa rojigualda”? Se iba a liar
una buena, y con razón. Lo cierto es que esta empresa se enorgullece, por lo
visto, de tener el origen que tiene. Según Diana Mulinari,
una socióloga que da clase en la universidad más grande de Suecia, la de Lund, “el nacionalismo sueco es peligroso, perseverante y
arrogante, y está basado en el convencimiento de que “somos diferentes”, más
democráticos, más justos, más pacíficos que el resto de Europa.” Dicha presunta
“arrogancia” sueca, que no seré yo quien discuta –básicamente porque mi
conocimiento de las culturas escandinavas es doloroso de puro escaso–, sea tal
vez el origen de esta beligerancia colorística, si
atendemos al criterio de Mulinari.
Pero
–y voy con la segunda parte de mis elucubraciones– tal vez tenga cierto sentido
ese “somos mejores que el resto” que parecen sentir algunos suecos (dejémoslo
ahí). Corro a explicarme antes de que me tiréis piedras. El presidente de IKEA,
Anders Dahlvig, firma un comunicado
público en el que afirma lo siguiente: “El
papel de las empresas está cambiando. Generar beneficios, puestos de trabajo y
pagar impuestos ya no es suficiente [nota mía: ¡”pagar impuestos”! Hay que
ver]. Nuestros clientes y empleados esperan más de nosotros. Esperan que
desempeñemos un papel activo a la hora de influir en temas de responsabilidad
social y medioambiental allí donde estemos presentes.” En la página web de la compañía puede leerse que “el código de conducta
de IKEA se basa en: La Declaración sobre los Derechos Humanos de la ONU de
1948, la Declaración de la OIT (Organización Internacional del Trabajo), los
Principios y Derechos Fundamentales en el Trabajo de 1998, y la Declaración de
Río sobre Desarrollo Sostenible de 1992.” Hablan de reciclaje, de gestión
racional de las superficies arboladas, de eficiencia energética, de protección
del medio ambiente. Y de cuidar que sus productos no hayan sido elaborados por
niños. Sé perfectamente que todo esto puede sonar a pamemas para hacer más
agradable la empresa, para “caer mejor” al personal, para crear una imagen de
marca simpática, en definitiva. Pero, ¿por qué las empresas españolas que
conozco no tienen el cuidado que tiene IKEA por aparentar siquiera que se
comportan bien con su entorno? Aunque la empresa sueca haga esto para resultar
agradable, la primera conclusión extraíble es que en Suecia parecen interesarse
por el desarrollo sostenible y por evitar la explotación laboral infantil. Eso
que salen ganando.
El
resto de mis pensamientos acerca de esta multinacional se reducen a detalles
anecdóticos, como su admirable manejo de la ergonomía comercial (te obligan a
recorrer una enorme exposición de muebles y complementos, y antes de pasar por
caja tienen que ver tus ojos una colección interminable de todo tipo de objetos
llenos de atractivo, con los que irremediablemente llenas tu carro... y vacías
tu tarjeta bancaria), lo sueco que cualquier español se vuelve cuando lo
obligan a comportarse como si estuviera en Escandinavia, o lo baratísimo que
sale comer –cosas la mar de raras– en su restaurante. Amén de lo cómodo que
resulta que los padres dispongan de guardería gratuita para sus hijos, mientras
ellos hacen la compra, o lo tonto de esa manía que tienen con apelar a nuestro
sentido posesivo de la vida mientras nos tutean sin contemplaciones: “planifica
tu cocina”, “todo para tu dormitorio”, “recoge tu catálogo IKEA”, etc.
Tengo
una amiga medio sueca a la que pediré que lea estas líneas. Ya os diré cuál es
su opinión de todo esto.
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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