¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!
No
he ido este año a la fiesta del Partido Comunista. En primer lugar, porque no
podíamos permitirnos el precio de dos entradas, y mucho menos el lujo de
consumir algo dentro del recinto. Lo creáis o no, tal es mi economía familiar.
En segundo lugar, porque aunque hubiésemos tirado de tarjeta de crédito, o
similar -un día es un día, y tal-, no tenía ni pizca de ganas de desplazarme
hasta el recinto ferial de la Casa de Campo, ni de pasear entre atronadores
altavoces que compiten entre sí por atormentar los oídos del personal, y muchas
menos de abrirme paso a codazos entre una multitud que cada día tiene menos que
ver conmigo. En tercer lugar, porque ya no tengo la motivación política que me
ha hecho acudir otros años a ayudar a sacar adelante al partido. Y, en cuarto
lugar, porque ni siquiera despierta mi curiosidad lo que Francisco Frutos,
secretario general del PCE, tenga que decir a la militancia que acude a
escucharlo. Este personaje, junto a Gaspar Llamazares, coordinador general de
Izquierda Unida, lleva años haciendo todo lo que puede por cargarse las
esperanzas de los militantes que lo aguantan, como ya no es mi caso.
En
esta sociedad que aboga por el libre mercado, que provoca matanzas
indiscriminadas, que genera empleo precario, hambre, injusticia, que no nos
deja llegar a fin de mes, un puñado de personas decide hacer algo para que la
situación, al menos, mejore un poco. Y algunas de esas personas deciden
agruparse voluntariamente, afiliarse a un partido político, con la esperanza de
trabajar codo con codo con gente que las comprenda, que las apoye, que les dé
ideas sobre hacia dónde avanzar, y qué hacer. Y lo que encuentran no tiene nada
que ver con sus expectativas. Por el contrario, se verán envueltas, en algunos
casos, en movidas internas por las ridículas parcelas de poder a las que da
lugar un partido comunista, cuando no serán insultadas y expulsadas de la
asociación política por no coincidir estrictamente con el pensamiento del que
está al mando en ese momento. En muchos casos, el desaliento precede a
cualquier disfortunio de mayor envargadura.
Eso es lo que me ha ocurrido a mí.
Recuerdo
las fiestas del PCE de hace 7, 8 y 9 años. Recuerdo vivamente los discursos
sabatinos de Julio Anguita. Largos, densos, a ratos
mordaces, alentadores. Recuerdo los interesantes debates políticos que
manteníamos después los amigos que nos reuníamos en las casetas. Recuerdo el
ambiente de cariño y fraternidad, y de esperanza, que compartíamos entre tapas
y cervezas. En muchas cosas discrepábamos -con el “jefe” Anguita
también, cómo no-, pero el espíritu de unidad ante la adversidad nos animaba a
hacer algo cada día.
Creo
que yo necesito un “capitán” metafórico: unos cuantos compañeros y compañeras
que me den ideas, me den aliento, me animen a la acción. Creo también que yo
tenía ese “capitán”. Pero ya no lo tengo. Y ni siquiera me queda el consuelo,
como a Walt Whitman, de
pensar que, aunque el capitán ya no esté con vida:
El
navío ha salvado todos los escollos, hemos ganado
el premio
codiciado,
ya llegamos a
puerto, ya oigo las campanas, ya el
pueblo
acude gozoso,
los ojos siguen la
firme quilla del navío resuelto y audaz...
Oh, capitán. Mi capitán.
.
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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