Póngamela tierna, que es para
un enfermo
Si
a algún incauto se le ocurriera preguntarme cuál es el secreto para ser un buen
estadista, contestaría sin dudar que la habilidad que resulta imprescindible
para ser reconocido como tal en los tiempos que corren es la de saber mentir
con audacia y desparpajo. No se trata de una postura cínica, ni es mi intención
utilizar mis escasas dotes irónicas para descalificar a los políticos en el
poder: es lo que hay, sin más. Que ésta sea una realidad que no me guste, es
otra cosa. No es que una sea tan inocente como para pensar que la ciudadanía
tiene que saber absolutamente todo lo que ocurra, tampoco es eso (no
quiero imaginarme qué sería de mi vida si supiera de cabo a rabo cuáles son los
peligros que acechan mi existencia; bastante susto tengo con saber lo que sé),
pero me parece evidente que un gobierno honrado debería suministrar a la
ciudadanía la información necesaria acerca de las amenazas que puedan poner en
peligro la salud, la vida y la situación personal de la gente, y debería
sentirse obligado a dar explicaciones públicas de todos las decisiones que
tomase, y someterlas, cuando ello fuera posible, al juicio de los votantes
mediante refrendos periódicos. No pido imposibles: no quiero que me cuenten
todo, entre otras cosas porque hay información que no puede hacerse pública
hasta que pasa cierto período de tiempo. Pido, simplemente, que no se me
mienta.
Desde
aquel trágico 11 de septiembre en Nueva York he
escuchado y leído tal cantidad de trolas, muchas de las cuales entran en
patente contradicción entre sí, que me he ido acostumbrando a poner en
cuarentena todas las afirmaciones de los gobiernos que actualmente, para
alegría de Oriana Fallaci,
han decidido tomar las armas contra un piélago de infieles desarrapados, hasta
acabar con ellos y robarles todas sus pertenencias. “Bueno, antes también
mentían bastante”, me dirá el lector avisado. Desde luego, claro que sí.
Pero creo que estaréis conmigo en que a alguno se le está yendo de las manos
esta costumbre de soltar camelos. Resumiendo: se están pasando. A tanto llega
el despiporre trolero, que a los pocos días de anunciar un nuevo “código
naranja”, el Gobierno estadounidense ha tenido que reconocer que tal alarma se
basaba en datos ¡anteriores al 11-S! Y si esto es lo que reconoce esta pandilla
de embusteros, la realidad no puede ser otra que la siguiente: el Gobierno
estadounidense no tenía ni una sola razón -ni añeja, ni reciente- para declarar
el estado de alerta casi máxima, si no es lo que tantos denuncian: atemorizan
gratuitamente a la población para seguir cometiendo desmanes contra sus
enemigos locales, que cada vez son más, y cada vez de más diversas procedencias
y aspiraciones políticas.
Declarar
un código naranja para tener una buena excusa que justifique oscuros propósitos
propios es una atrocidad. Y mantener prisioneros en cárceles secretas (trece,
según la organización estadounidense Human Rights First), cuyas condiciones no se someten a control
público alguno es un crimen contra la humanidad. Y destrozar varios países para
forrarse y forrar a otros merecería una coalición de estados guerreando en
contra del culpable. Y hacerse con el poder gracias a los amigos que tienes en
el Tribunal Supremo es... algo parecido a intentar ganar unas elecciones a
costa de casi doscientos muertos en un atentado. Bueno, ¿qué os voy a contar?
Por eso mienten, ya lo sé. No les queda otra.
Sé
que es mucho pedir que dejen de mentirnos, a mí y al resto de ciudadanos del
mundo. Pero, ¿lo es suplicar que dejen de intentar engañarnos de la manera en
que lo hacen, tan burda y tan descaradamente? Cuando vuelvan a intentar que
traguemos una nueva mentira, sólo cabe suplicar, como el Romerales aquél del
chiste de Forges: “póngamela tierna, que es para un
enfermo”.
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Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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