Madrid no
es Copenhague
Ni
España es Dinamarca. Así comienza un artículo publicado en La Stampa
sobre la boda real, en el que se asegura que tal evento “no gozará del unánime
aplauso dispensado el pasado viernes por los daneses a la boda entre el príncipe
Federico y la commoner Mary Donaldson”. No conozco Dinamarca, pero lo
que sé de ese país difiere, en general, de lo que conozco del mío. Para
empezar, los daneses tuvieron la oportunidad, en septiembre de 2000, de decidir
en referéndum que no querían adoptar el euro como moneda nacional. Por otra
parte, la renta per capita de los daneses era de 28.000 dólares
estadounidenses en 2001, en tanto en España era de casi 10.000 dólares menos en
las mismas fechas. Dos datos más: 1) la deuda externa de los daneses es de 27
mil millones de dólares, mientras las española es de
90 mil millones; y 2) la tasa de desempleo es la mitad allí que aquí.
Ahí
no acaban las diferencias, desde luego. La educación pública en Dinamarca es de
elevada calidad, en comparación con la nuestra. Se presta especial atención a
la enseñanza de segundas lenguas -muy significativamente, el inglés-, al manejo
por parte del alumnado de las herramientas informáticas, y a las prácticas en
laboratorio. Las prestaciones sociales danesas son de las mejores que hay en el
mundo, y los servicios públicos de una excelente calidad (según el Guinness,
los daneses tienen el récord de pagar más impuestos que nadie en el mundo; y
sus Gobiernos, añado yo, el récord de emplearlos en lo que se debe emplear el
dinero público). El famoso “estado de bienestar” escandinavo, que asegura una
total protección de la Seguridad Social a todos los daneses, fue establecido
por el Gobierno socialdemócrata después de la segunda guerra mundial. Aquí no
hemos conocido jamás nada parecido.
En
cuanto a las monarquías de ambos países, comenzaré por consignar que la reina
Margrethe estudió Ciencias Políticas y Arqueología en las universidades de
Copenhague, Cambridge, Århus, la Sorbona y Londres, que en sus viajes estivales
se dedica a visitar todos los rincones del Reino, incluidas las Islas Feroe y
Groenlandia, y que esta ilustrada jefa de estado, aficionada a múltiples
disciplinas artísticas y literarias, no permite que nadie escriba por ella los
discursos que pronuncia, aunque el contenido de los mismos sí incluya
directrices del Gobierno danés, en lo que se refiere a asuntos de orden
político interno y externo. Es una mujer muy peculiar, con una fuerte
personalidad, a la que la mayor parte de los daneses respeta, como también
respetan los mil años de historia de la monarquía local.
Por
el contrario, el rey Juan Carlos, que carece de preparación intelectual, ha
heredado una monarquía que, como afirma François Musseau, el corresponsal de Libération
en Madrid, “no tiene un buen comienzo”. Bajo el epígrafe “Fidélité au
Caudillo”, Musseau cuenta que “en 1969, el general Franco nombra al joven
Juan Carlos su sucesor. A pesar de las tensiones con su padre, exiliado en
Portugal, el joven acepta. Jura fidelidad al Caudillo, a la Falange, al
nacional-catolicismo”. Traiciona a su padre y acepta la sucesión de manos de un
carnicero repugnante. Una joya. (Más adelante, en el mismo artículo, Musseau
exalta los valores salvapatrias de Borbón y Borbón, muy en la línea oficial que
tan bien conocemos los españoles.) A pesar de los pesares, la mayor parte de
los súbditos aguanta sin rechistar más de la cuenta que Juan Carlos sea el jefe
del Estado, y los hay que tienen cariño al personaje. El secreto de esta mansa
aceptación está en la habilidad de la Casa Real para no dar la nota más de lo
necesario, en las inmensas tragaderas del propio rey, y en el truco de
consolidar con los años el respeto a una monarquía parlamentaria que colaron de
rondón en la Constitución sus hacedores, bajo la espada de Damocles que pendía
sobre la conciencia de los españoles que acudieron a votar el 6 de diciembre
del 78: la amenaza -inexistente- de la vuelta a los negros años de la Dictadura
franquista. Además, no poco han colaborado los medios de comunicación y la mayoría
de los partidos políticos a limpiar la imagen de Juan Carlos, y a hacer pasar,
a él y a su familia (también la política), por gentes de bien, preocupados por
el bienestar de los ciudadanos españoles.
Pero
hay trampas tan burdas que a la que aparece la mínima señal que las destape,
estalla un desmelene popular. Es el caso: en un país en el que el salario
mínimo interprofesional no llega a los 500 euros mensuales, en el que la mayor
parte de la población asalariada está empeñada en un 90% de sus ingresos totales,
y que, por otra parte, ha conocido dos repúblicas y una larguísima dictadura
militar (además de regencias militares, golpes de estado, dictablandas)
en 150 años de historia, es difícil tragar con una boda real con dicha y
satisfacción. Las molestias que con las preparaciones de este evento estamos
sufriendo los habitantes de Madrid son bastante cabreantes; la lata que nos
están dando a todos con los preparativos del real enlace, es insufrible de puro
empalagosa; y el cuidado habitual de la Casa Real por intentar que no se note
lo onerosos que resultan los Borbones ha sido, en esta ocasión, superado por la
alarmante falta de tacto del alcalde de la Villa y Corte, al que no se le ha
ocurrido otra que gastarse lo que no tiene -lo que no tenemos- en infectos
artilugios presuntamente embellecedores de la ciudad. (Por cierto, que el
ornato de Madrid resulta patético: mi ciudad está tan abandonada que al
adornarla han tenido que tapar cientos de desconchones, agujeros, andamios y
fachadas ensuciadas por la contaminación. Es como limpiar la casa metiendo la
basura debajo de la alfombra.) El derroche y la saturación informativa que esta
boda trae consigo han sido, para muchos, la gota que ha colmado el vaso de su
paciencia.
Luego
están los que se oponen a la boda porque consideran que Letizia Ortiz es
“demasiado poco” para la Casa Real. Una “villana”, una “golfa”, una
“divorciada”. Un escándalo, en suma. Encuentro, como ya dije en su momento en
este mismo espacio, de una carcuncia infinita, todas estas consideraciones
acerca de la “conveniencia” de esta mujer para formar parte de la familia
Borbón-Grecia. Teniendo en cuenta en dónde se mete, yo diría que la que sale
perdiendo es ella. De todos modos, las conversaciones entre gente normal, que
comienzan teniendo como diana de la maledicencia a la periodista, suelen acabar
en dicterios anti-monárquicos. Algo es algo.
Creo
que esta boda va a suponer, si no ha supuesto ya, un fuerte desgaste para la
monarquía española. Y es que España no es Dinamarca -lamentablemente, hasta su
clima es más benigno que el nuestro-, y lo que a los daneses enorgullece a
nosotros nos irrita. Por algo será.
.
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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