Bono el
"sietemachos"
Decía Wilheim Reich que nadie abandona
sus prejuicios burgueses cuando entra por la puerta de la sede del Partido
Comunista. No, no es una boutade. Es, más bien, una putada, con pe y con
perdón. Sería estupendo que el carné de comunista convirtiera al titular en un
internacionalista solidario, revolucionario, marxista, comprometido -como rezan
los estatutos del PCE- en la lucha por la democracia plena, la supresión de
cualquier forma de explotación y opresión, la emancipación del ser humano y el
socialismo como negación dialéctica y superación del capitalismo. La realidad
es bien distinta. Entre otras causas, por la falta de la capacidad personal de
los militantes de buena fe (de los golfos hablaré en otro momento) para
entender que están llenos de prejuicios y para luchar contra ellos: los que
queremos cambiar el mundo tenemos que librar una guerra sin cuartel, día tras
día, contra la educación recibida, la simpatía con el sistema, y el acriticismo
en el que se nos ha criado. Y también, citando a Bertolt Brecht, “están los que
por falta de conocimientos no llegan a la verdad. Y, sin embargo, distinguen
las tareas urgentes y no temen a los poderosos ni a la miseria. Pero viven de
antiguas supersticiones, de axiomas célebres a veces muy bellos. Para ellos el
mundo es demasiado complicado: se contentan con conocer los hechos, ignorando
las relaciones que existen entre ellos. (...) Hay que conocer el materialismo
dialéctico, la economía y la historia.” Eso, añadiría yo con permiso del
maestro, para empezar. Y, por si eso fuera poco, en el proceso de combatir los
prejuicios propios y los ajenos, hacerse con la información necesaria para
entender por qué las cosas son así y por qué pueden
ser de otra manera, y de buscar vías para que cambien, se encuentran muchos
obstáculos y muchas desilusiones. No es nada sencillo luchar toda la vida
contra el sistema en la buena dirección, sin abandonar. Porque, además, las
recompensas son más bien escasas, y la mayor parte a muy largo plazo.
A
los de enfrente eso no les pasa. No tienen que despojarse de sus
prejuicios, porque sus prejuicios cuadran perfectamente con los objetivos que
persiguen. No tienen necesidad de entender el mundo, porque lo aceptan tal y
como es, en algunos casos con ligeros retoques. No sufren otras desilusiones
que las naturales en la vida cotidiana (ésas también las padecemos nosotros), y
no deben enfrentarse a los poderosos: sólo intentar ganarse su confianza y su
beneplácito. Si consiguen encontrar un hueco confortable en el que acomodarse y
ver la vida pasar, han logrado el éxito.
De
todos modos, y teniendo conciencia de lo arriba escrito, hay ocasiones en las
que me alucina la facilidad del enemigo para encontrarse a gusto en un nuevo
ambiente, por la inmediatez del acomodo. La capacidad de Pepe Bono para
fundirse con el entorno castrense en el que acaba de aterrizar me recuerda a la
de Zelig El Lagarto, protagonista de la película de Woody Allen del
mismo título, personaje que padecía una extrañísima enfermedad psicosomática
que lo hacía diluirse en el entorno hasta extremos turbadores: si estaba
rodeado de negros, se convertía en un negro; si de chinos, adquiría rasgos
orientales a toda velocidad; si lo metían en una reserva de nativos americanos,
raudo se convertía en un sosias de Toro Sentado; si hablaba con una psiquiatra,
él mismo se transformaba en un psicoterapeuta. Y así. Claro, que el problema de
Leonard Zelig era peliagudo, porque se transformaba en cualquier cosa, donde
quiera que se encontrara. El caso de Bono parece menos complicado. Sus
capacidades se reducen a captar la esencia de lo más rabiosamente casposo, y a
hacerla suya a la velocidad de la luz.
El
día de su toma de posesión como ministro de Defensa montó un jolgorio digno de
Els Joglars o del grupo teatral Animalario: curas, generales, cantantes
franquistas, directores de periódico y coros y danzas. Según el editorial del
día posterior de El País, el acto “tuvo más el aire de una boda con
presencia de famosos -nuncio del Papa incluido- que de un acto político.” El
discurso del flamante ministro parecía sacado del guión de una película de Paco
Martínez Soria: aludió a la escasez de testosterona en las gónadas de ciertos
invitados del PP que rehusaron asistir; solicitó a Pedro J. Ramírez que su
periódico tratase bien al nuevo Gobierno; avisó a los sindicalistas allí
presentes de que mientras él fuera ministro, “y Zapatero presidente”, las
Fuerzas Armadas no tendrían posibilidad de sindicarse; alabó el “patriotismo”
de Rodríguez Ibarra; y, como guinda, citó entre los méritos de Trillo “lo que
ha sufrido, incluso por los suyos, que son los peores dolores y los que dejan
más secuelas”.
Al
día siguiente llamaba “miserables” (ya empezamos a faltar) a los que pretendan
que la retirada de las tropas españolas de Irak es una cobardía, defendía la
valentía sin igual del Ejército español, y tuvo la humorada de asegurar que los
militares españoles son leales a los Gobiernos legítimamente constituidos. Esta
mañana lo he visto flanqueado por un cura (castrense, imagino) y dos generales,
mientras sacaba pecho y aseguraba que “toda” la responsabilidad de los posibles
errores y meteduras de pata del Centro Nacional de Inteligencia era suya, y
nada más que suya. “Y s’acabao”, le ha faltado decir.
¿Cómo
es posible que Bono haya hecho suya la esencia castrense tan rápidamente? Al
mismo Trillo le costó unos cuantos meses hacerse con el recio lenguaje militar
(ese “alba con viento fuerte de Levante”, ese “¡viva Honduras!” ante los
soldados salvadoreños); entender tranquilamente que se arresten campos de
fútbol y cabras; revisar las tropas y ordenar el “rompan filas” con naturalidad
y desparpajo; y ponerse chulo con cualquiera que le pidiese explicaciones. Sólo
encuentro una explicación: Bono siempre ha sido así. Su vocación frustrada es
la de ser oficial del Ejército español, y al ser designado ministro de Defensa
ha salido, si me permitís el chiste, de la taquilla cuartelaria. Me lo imagino
en casa, ante el espejo, probándose gorras, chaquetas de color caqui y botas
militares.
Supongo
que Zapatero “el bueno” ni siquiera pretende meterlo en vereda: como dice Josep
Huguet, portavoz de ERC en el Parlament, "los socialistas suelen poner
para Defensa a gente que ha de dar un talante de autoridad y de tradición
juvenil falangista". Bono es una carga que vamos a tener que aguantar
entre todos, en pago por habernos librado de los dislates del Partido Popular.
Propongo que nos lo tomemos con humor. Así será mucho más llevadero.
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Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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