¡Es la
guerra, la guerra!
No
es demasiado complicado solidarizarse con los cientos de miles de refugiados
que deben abandonar sus hogares en todo el mundo, desde luego. No hace falta
ser un aspirante a santo para desaprobar la invasión de un lejano país que no
supone amenaza alguna para la paz en el entorno propio, ni es necesario poseer
un corazón de oro para enternecerse ante la imagen de un niño famélico que
escarba entre las basuras. En general, nadie se regodea en el mal ajeno: hace
falta una vileza a prueba de bomba para no compadecerse de los pobres de
solemnidad, de los heridos civiles en un ataque aéreo o de los muertos por
inanición. Nada de eso tiene el menor mérito. La complicación está en sentir
auténtica empatía por todos esos desgraciados, o sea sufrir sus desventuras
como propias, o al menos como si alguien muy cercano las padeciera. Hay
circunstancias que hay que padecer en carne propia para darse perfecta cuenta
de lo terribles que son, y es muy escasa la proporción de la población
terrícola que no puede evitar un inmenso dolor al tener noticia de
padecimientos ajenos -que “ni les van, ni les vienen”, como se suele decir-,
pero ello no tiene nada de malo: es una excelente manera de mantener el frágil
equilibrio emocional del ser humano. Ahora bien: sin llegar a tales extremos de
simpatía, es recomendable poseer un cierto grado de sensibilidad ante las
atrocidades que los medios de comunicación nos ilustran cotidianamente, aunque
sólo sea porque ésa sería una eficaz medida para prevenir desgracias que sí
puedan afectar a uno directamente, en un futuro, por culpa de ciertos
dirigentes.
En
mi país, la mayor parte de los que sufrieron la última guerra local han muerto,
o son tan viejos que nadie les presta ya atención cuando hablan de cómo su casa
quedó reducida a escombros una mañana, mientras ellos estaban escondidos
durante un bombardeo. Se habla de “la guerra” como de algo muy lejano,
prácticamente olvidado, y seguramente superado. Parece imposible que nada
semejante pueda volver a repetirse por aquí... cuando una desgraciada mañana, ocurre
lo imprevisto. Bombas en los trenes de cercanías que unen Madrid con la
periferia. Sin avisar. Con ánimo de matar a cuantos más, mejor. Se reciben
faxes que amenazan con más terror y más sangre, cintas de video que justifican
los asesinatos y anuncian más atentados, y que relacionan estas acciones con la
actitud beligerante del Gobierno de José María Aznar en la “guerra contra el
terrorismo” iniciada por George Bush II, y que, a mucha gente por aquí no le
cabe duda, todo lo que ha provocado es más de lo mismo.
Mientras
el personal autóctono, como mucho, se entretenía en la preocupación por los
atentados de ETA y en apoyar o criticar el “plan Ibarretxe”, la guerra nos ha
cogido por sorpresa. Sí, la guerra. Occidente se ha dedicado durante decenios a
armar a los diferentes bandos enfrentados en África y Asia, a alentar
fundamentalismos y a animar a los aspirantes a genocidas a culminar su
vocación. En Líbano, El Chad, Libia, Sierra Leona, Ruanda, Irak, Irán,
Palestina, etc., hay millones de muertos, heridos, torturados y desalojados de
su hogar por culpa de las insaciables ansias de poder de los gobiernos
occidentales y de la desmedida querencia por el beneficio a toda costa, del
capital europeo y norteamericano. El Gobierno de Israel sigue con su campaña de
embrutecimiento y persecución a la población palestina, ahora más recrudecida
que nunca, apoyado por el capital estadounidense y por la táctica de “mirar
para otro lado” del resto del mundo occidental. Pues bien: algunos de los
habitantes de esos lejanos lugares, significativamente algunos conversos -antes
paniaguados de la CIA-, han decidido que la sangre nos salpique a nosotros, en
las narices. Que nosotros también lloremos a nuestros muertos. Que las
consecuencias de las salvajadas que hemos tolerado durante tanto tiempo también
las suframos en casa.
“Pero
nosotros, ¿qué hemos hecho?”, se preguntaba el jefe del Departamento de Salud
Mental de la ciudad de Nueva York, Rojas-Marcos, ante los atentados de las
Torres Gemelas. Qué no habéis hecho, convendría que os preguntarais. Qué habéis
dejado de hacer. La mayor parte de la población norteamericana, no conforme con
asentir durante décadas a las atrocidades cometidas en lejanas tierras, no os
habéis rebelado como fieras, en primer lugar, ante la fraudulenta toma de
posesión de Bush Jr., y ni siquiera habéis pedido explicaciones a gritos al
mismo zopenco tras la masacre del 11 de septiembre de 2001.
Es
la guerra, sí, la guerra. La misma que veis en televisión, un día sí y otro
también. Los protagonistas del desastre, en esta ocasión, vivían en Queens o en
Entrevías, o en Brooklyn o en Alcalá de Henares. Ésa es la diferencia.
No
vale la pena dirigirse a los fascistas “sin complejos” como Jiménez Losantos,
César Vidal, Germán Yanke o Campany. Me dirijo sobre todo a los casi ¡diez
millones! de votantes del Partido Popular: en vuestras manos y en vuestra voz
está el acabar con las atrocidades sufridas y las que aún, por desgracia, estén
por venir. Aquí o en Bagdad. En Boston o en Tegucigalpa, Kabul, Gaza, Calcuta o
Hong Kong. Es vuestro deber impedir que gente como Aznar o Rajoy, Bush, Sharon,
Chirac, Shroeder, Blair y algunos más, tengan la posibilidad de seguir haciendo
de este mundo un sitio horrible. Sin vuestra ayuda, sin vuestro voto, no
habrían podido hacer mangas y capirotes del poder que les habéis otorgado
durante más tiempo del tolerable. Si no queréis sufrir más por su culpa,
retiradles vuestra confianza. Son locos al volante: confiscadles el carné de
mandamases, no se lo merecen.
Sin
embargo, como dice Mike Moore, “todos (los demás) merecemos algo mejor”. Soy de
su opinión. Pero tenemos que ganárnoslo. Mientras tanto, cualquier cosa puede
ocurrirnos. Permanezcan atentos a sus pantallas: Estamos en guerra.
* * *
Criaturas
feroces
class=MsoNormal style="MARGIN: 0cm 64.65pt 0pt 2cm; TEXT-INDENT: 1cm" >Padezco
una irrefrenable atracción hacia los acuarios y oceanógrafos: me apasionan los
animales no humanos, siento por ellos una simpatía ilimitada y me interesa todo
lo que hacen; por otra parte, me da menos pena ver a los peces encerrados en
escaparates que a los mamíferos enjaulados o semi-encarcelados. Además, los
animales acuáticos no son precisamente lo más fácil de observar, en mi hábitat.
En Londres visité con gran contento el acuario local (lo recomiendo vivamente;
está enfrente del Parlamento, en la otra ribera del Támesis), en el que tuve la
magnífica oportunidad de acariciar el lomito de unas sorprendentemente mimosas
rayas tropicales, de mediano tamaño, y de observar por primera vez en mi vida a
varios ejemplares de especies que sólo había visto en películas o criando
malvas: atunes de lomo plateado, esturiones mecidos por olas artificiales,
pirañas, peces globo, morenas, etc. Lo malo es que la información -excelente-
sobre los peces que allí vivían figuraba en dos idiomas: latín e inglés. Por
esta causa, no pude relacionar la mayor parte de sus nombres con animales de
cuya existencia tenía previa noticia en mi idioma natal, cuyo número, dicho sea
de paso, no debe exceder las dos decenas. De todos modos, pasé allí un rato
inolvidable. Además, casi no había público, y el que había se comportaba
admirablemente.
Movida
por aquel recuerdo convencí a mi media naranja para visitar L’Oceanogràfic de
Valencia, en la Ciutat de Les Arts i de Les Ciències, aprovechando la escapada
de Semana Santa a Mareny. Este complejo faraónico diseñado por Calatrava había
provocado en ambos, desde hacía ya años, todo tipo de dicterios contra el
Gobierno de la Generalitat (“este Zaplana es un megalómano”; “menudo pelotazo
urbanístico han pegado éstos con la excusa de la Ciutat”; “se han cargado la
huerta de la entrada de El Saler”; etc.), pero chico, una vez construido, y con
oceanógrafo incluido, pues digo yo que tampoco pasa nada por visitarlo. La cosa
apuntaba mal desde un principio, con los precios que tienen las entradas. Estudiada
la oferta, decidí hacerme con dos pases válidos para L’Oceanogràfic y el Museu
de Les Ciències. 45 euros. Bueno. En fin. Más vale un gusto que cien panderos,
como dice Ángel. (¿De dónde sacará estas expresiones?)
Así,
nos presentamos tempranito en las taquillas (llenas, llenísimas de gente), y
mientras aguardábamos para recoger las entradas, el cartel improvisado que
advertía que “no está permitido bañarse en los acuarios, tomar fotos con flash,
golpear los cristales ni correr o gritar en las instalaciones” me dio una mala
espina sobrecogedora. “¿Tú crees que es necesario advertir de esas cosas,
Ángel?” “Me temo que sí,” me dijo mi chico, “si no, no lo dirían. Eso es que
alguno lo ha hecho antes.” Caray. Vaya panorama. Yo seguía perfectamente
ilusionada por visitar el oceanógrafo, a pesar de todo, soy una resistente.
La
primera estancia que visitamos fue la que mostraba la fauna mediterránea. A la
tercera pecera, ya tuve un enfrentamiento desagradable con el enésimo ignorante
que, a pesar de los carteles que prohibían las fotos con flash y de los avisos
por megafonía indicando lo propio, se dedicaba alegremente a provocar la
ceguera y el desconcierto de los peces -que no tienen párpados- con su estúpida
cámara. Los niños gritaban sin parar, y nadie les indicaba que no debían
hacerlo. (¿Se creen que los peces son sordos, o es que les importa tres narices
lo que los animales padezcan?) Muchos niños, y no pocos adultos, golpeaban los
cristales con la intención de que los peces encerrados los mirasen o algo por
el estilo. Ni un solo conserje, ni nada parecido, estaba allí para advertir al
personal de que tales prácticas no eran convenientes, ni tolerables. A todo
esto, la información sobre las especies que allí se exhiben es demasiado
escueta, y prácticamente imposible de consultar, porque los carteles
informativos están estratégicamente colocados sobre la repisa que separa
a los visitantes de los acuarios. Demasiada gente encima de los carteles.
Íbamos de un acuario a otro sin saber muy bien qué animales habíamos podido
contemplar.
Nuestro
desconcierto iba en aumento. Los pocos paneles informativos decían cosas como:
“¿Te has fijado en el tiburón toro? Fíjate en sus pavorosas filas de dientes.”
O peor aún: no se sabe por qué, nos explicaban cómo se conquistaron las islas
Canarias (sic). Lo peor vino al ascender a la superficie: las focas y
los leones marinos intentaban patéticamente ganarse la aprobación del público
con sus monerías, sin mayor éxito. Pobrecitos. Y el delfinario: diez animales
perfectamente dignos ganándose el pan -el pescado, en este caso-, haciendo todo
tipo de tonterías, con los altavoces atronando con música pastelera a todo
volumen. Qué horror. Nos mirábamos incrédulos: “Y esto, ¿qué valor científico
tiene?” Ninguno. Naturalmente.
Todavía
hay peores experiencias que relatar, de ese parque temático lleno de seres
vivos expuestos a las atrocidades del primer idiota que pase por allí, y de las
que sólo os ofrezco una pincelada: pocas veces algo me ha parecido tan triste
como ver a una ballena beluga intentando jugar con las personas que la
contemplaban al otro lado del cristal.
Si
no habéis visto la película “Criaturas feroces”, os recomiendo que la veáis. En
ella se cuenta, con un agradecible sentido del humor (Monty Python’s),
la desventura de un equipo de biólogos y zoólogos, trabajadores en un zoo que
un multimillonario sin escrúpulos compra y decide convertir en un negocio
rentable. Para ello, el dueño entiende que los animales allí encerrados deben
“dar espectáculo”. Los pobres cuidadores, que sí quieren a los bichos, intentan
hacer pasar a un mapache -por ejemplo- por un depredador terrible, para que no
lo maten. Este film se ha considerado, con buen criterio, una crítica de fondo
al capitalismo radical. Pues bien: L’Oceanogràfic de Valencia es precisamente
lo que el poseedor del animalario de la película hubiera querido para su
establecimiento: un espectáculo, una máquina de hacer dinero, sin ánimo de
fomentar en los visitantes el cariño hacia los animales, ni tan siquiera el
respeto hacia otros seres vivos. Es una de las consecuencias más ilustrativas
de lo que el Partido Popular defiende y promueve. Son unos monstruos, y todo
les da igual, salvo su bolsillo y el bolsillo de sus amigos.
En
cuanto al Museu de Les Ciències... En fin. Nadie es capaz de aprender nada en
ese museo. Los niños se lo pasan pipa haciendo funcionar un circuito eléctrico,
pero no leen los carteles para entender por qué funciona el circuito... y
francamente, aunque lo leyeran, tampoco entenderían gran cosa, porque nada se explica
en ellos. Los adultos ni siquiera están considerados como público, a menos que
el público adulto que los responsables del museo tienen en cuenta sea el tanto
por ciento de la población que anda muy por debajo del 100 en su cociente
intelectual. Lo curioso del asunto es que, en la planta baja, hay una muy
cuidada exposición sobre ¡la moda española! Sí, como lo leéis. La moda
española, la gran conquista de la ciencia local. En la planta más alta, a la
que es muy complicado acceder (¡gracias, Calatrava, cómo te importa la gente!),
se ofrece al público más recalcitrante -es mi caso- una aburridísima e insípida
exposición sobre la vida (no los logros científicos) de importantes
investigadores. Dan ganas de salir corriendo.
Ésa
es la preocupación del PP por la culturización del personal. Bueno, y por el
personal en general: sólo nos tienen en cuenta como consumidores, y como
productores. Eso sí: siempre que no protestemos. Y aún hay casi diez millones
de personas que votan al PP. Nos queda mucho trabajo por hacer.
.
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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