Competencia
desleal
Como todos los días laborables, Paco se levanta a duras
penas, aunque en segundos su acostumbrada actividad personal lo pone en marcha.
Le da un empujoncito a Marta, su novia. “Son las 6, nena, espabila.” Marta sale
de la cama, bosteza, se estira. Se mira en el espejo –“menuda cara tengo hoy,
jolín”– y, tras el preceptivo alivio en el cuarto de baño, va a despertar a las
niñas. “Nenas, arriba, venga, que hay que levantarse.” El desayuno. Las
protestas habituales. “¿Os habéis vestido?” “¿Eh? Noooooo.” “Pues venga,
narices, que no llegamos.”
“Carlos, arriba, que son
las 6 y cuarto.” “Eeeeeh, ya voy.” “Venga, arriba.” “Vale.” Carlos, un
jovencísimo licenciado en Empresariales, que sólo ha podido encontrar trabajo
como administrativo para el Estado, se levanta pesaroso, se sacude la cabeza
para despejarse, y se dirige al cuarto de baño. “Bueno, menos mal que ya es
jueves.” Bebe el café con pocas ganas, como siempre, se pone la cazadora y se
despide de su madre.
Javier está hasta las
narices de ir a trabajar a ese horrible lugar. Nadie le da trabajo, está
aburridísimo, quiere hacerse valer –“¡joé, para algo estudié Filosofía!”, y no
puede. Cree, con razón, que alguien, en algún otro lugar, le podría ofrecer una
ocupación en la que demostrar que es inteligente y voluntarioso. Mientras
tanto, tiene que coger el tren a una hora intempestiva, para llegar tan pronto
que se pueda largar de allí cuanto antes.
Alicia, recién
incorporada como personal fijo, vive en Coslada. Lo malo de vivir tan lejos del
Paseo de la Castellana, donde trabaja, es que debe levantarse tempranísimo.
Pero está acostumbrada, y además le parece normal. Sus padres siempre se han
ido de casa a horas tremendamente tempranas, antes de que ella acabara de
despejarse. Siempre se levanta de un salto, y su rizadísimo pelo no requiere
demasiado peinado, así que puede salir de casa bien pronto.
Ciriaco es un hombre
tranquilo, un trabajador que sólo está contento cuando tiene en qué ocuparse.
Lleva tiempo trabajando para una entidad pública como carpintero, lo que le
facilita muchas cosas, entre otras el no tener que preocuparse de qué pinta
lleva en el curro. Él, cuando llega, se quita su camisa a cuadros y su
pantalón, se coloca el uniforme de mozo, y a currar. Le gusta hablar con las administrativas
–son guapas, jóvenes, y listas–, y contarles lo triste que está desde que se
quedó viudo.
Rafa lleva poco tiempo
trabajando como mozo, pero es un figura: todos lo
conocen. Se fuma porretes en la puerta, lleva más piercings que todos los demás
juntos, es muy alto y muy delgado. Está empezando a encontrarse a gusto entre
sus compañeros y la gente que trabaja en otras cosas, y con la que él debe
conversar. Le hace gracia tanta tontería acerca del “comercio exterior”.
Llega el tren, puntual,
como siempre. Paco y Marta se suben en el vagón que los deja en la salida de
Recoletos. Alicia estaba ya sentadita en el tercero, en el que Javier también
sube, para charlar un rato con ella, hasta llegar al sufrido destino. Ciriaco
espera a Rafa y ambos se suben al tren juntos. Carlos siempre se sienta en el
último vagón, es una manía.
“Hala, arriba, que
llegamos a Atocha”, le dice Javier a Alicia. Paco, Marta, Ciriaco, Rafa y
Carlos también se levantan, para cambiar de tren. De pronto, Alicia y Javier
sienten una sacudida. El tren se para. Las puertas no pueden abrirse. Una
eternidad hasta que por fin pueden salir. Javier le dice a Alicia que se mueva:
“Vamos, aquí no podemos quedarnos”. Le coge de la mano y la saca del vagón. Al
salir, se encuentran un paisaje propio de una guerra de las que se ven en
televisión. Cuerpos mutilados, miembros despedazados. Javier le dice a Alicia
que quiere mirar a ver si conoce a alguien. Enseguida entiende que deben irse
de allí cuanto antes, y así se lo dice a la chica. “Vamos andando a Vallecas, y
te llevo a casa en coche.” Alicia asiente, aturdida.
Horas después, nadie
sabía nada de Paco, Marta, Carlos, Ciriaco ni Rafa. Alguien llama a Rafa al
móvil. “¿Sí?” “Hola, ¿y Rafa?” “Mira, soy enfermera, estamos operando de
urgencia a un chico, ¿cómo es Rafa?” “...” “Sí, es Rafa.”
A Ciriaco lo sacaron en
la tele, varias veces. Desorientado, sangrante, con los pantalones rotos. Nada
demasiado serio.
Javier y Alicia aún
están conmocionados.
Paco, Marta y Carlos han
muerto en el tren que los llevaba al trabajo.
Todos ellos eran, y son,
compañeros míos.
Y no me importa decir
que, a pesar de lo terrible de la situación, a las 8 de la mañana llamé a mi
madre, para hablar con ella, y también para comunicarle mi impresión de que no
había sido ETA la culpable. “Desde luego, puede haber sido ETA, claro, nunca se
sabe, pero éste no es su modus operandi, y me temo que hemos caído en una garra
más terrible y mucho más fuerte que la de ETA.”
Al PP no parece hacerle
mucha gracia que no haya sido ETA. Estamos a dos días de las elecciones, 200
trabajadores que no tenían culpa de nada han muerto, y casi 1.500 están
heridos. Pero conozco muy poca gente –y ningún vasco– que haya pensado, en las
primeras horas, que quizá no haya sido ETA. ¿Es que, acaso, no veis más allá de
vuestras narices? Qué ganas tengo de irme de este país.
Y cuando digo de “este
país” me refiero a Madrid, a Castilla, a Euskadi, a Cataluña. Me quiero ir de
aquí.
Sobre todo, porque
pienso en los etarras (que me dan un asco tremendo, asco), y en lo que estarán
pensando. Habrá los que piensen “que se jodan los madrileños” y los habrá que
piensen que esto es una competencia desleal. “Qué bestias, sin avisar, así
cualquiera.” Y los habrá que piensen cualquier otra cosa.
Me importa una mierda lo
que piensen todos ellos. Ojalá los hubiera pillado, como a Paco, a Marta o a
Carlos, la bomba debajo del culo.
Y a cualquier
desgraciado que piense en aprovecharse de la muerte y el dolor de todos estos
trabajadores, Gobierno incluido, les deseo todo tipo de desgracias. Así, como
suena. Hoy estoy, como Madrid, profundamente conmocionada.
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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