El heroísmo
en el horror
Del mismo modo que se habla de las siete maravillas del mundo, se debería también escoger siete lugares del planeta en los que la especie humana ha cometido las atrocidades más espeluznantes de las que es capaz. O parte de ellas, al menos. Los sitios cuyos nombres nos hacen estremecer cuando recordamos lo que allí ha ocurrido.
Lo
peor del asunto es que hay más de siete lugares de infausto recuerdo, claro.
Pero, si me preguntaran a mí, diría que en esa lista espantosa tendrían lugar
preferente la aldea vietnamita de My Lai, la isla Dawson, Alcatraz, Auschwitz, Guantánamo, Hiroshima y Numancia.
En esta relación queda bien representada la pervertida maldad de nuestra
especie. Quizá serviría de algo recordar que los peores instintos deben quedar
siempre relegados, que el ser humano es un ser social precisamente para
comportarse mejor de lo que la soledad del lobo estepario permite.
Tengo,
sin embargo, intención de sacar el mejor partido incluso del horror. En todos
esos lugares de desdicha antes mencionados han tenido lugar, incluso en sus
peores momentos, cientos de actitudes solidarias, colaboradoras, heroicas,
valientes y desprendidas. Es mi intención recordar hoy el ejemplar
comportamiento de un militar ante la barbarie. Se trata de la historia del
oficial Hugh Thompson,
piloto de guerra en Vietnam, cuyo testimonio en el consejo de guerra fue
decisivo para condenar a los acusados de asesinato múltiple en la aldea de My Lai.
La
masacre de My Lai es quizá
la atrocidad más conocida de la guerra de Vietnam: lo que quizá no sea tan
afamado es que ciertos soldados y oficiales, asumiendo un alto riesgo personal,
se rebelaron contra las órdenes de sus superiores en medio de aquel terrible
momento. En la mañana del 16 de marzo de 1968, Thompson
y su tripulación sobrevolaban la aldea con su helicóptero, en misión de
reconocimiento. En lugar de avistar al enemigo, contemplaron con incredulidad
cómo soldados del ejército estadounidense disparaban sobre ciudadanos inermes e
incontables cuerpos de vietnamitas amontonados en el cráter de una bomba. Para
ver mejor lo que le parecía observar, Thompson
aterrizó el helicóptero dentro de una fosa de un par de metros de profundidad.
Cuando bajó del vehículo, encontró a una anciana aterrorizada, protegiéndose el
cuerpo con las manos. Le aconsejó que aparentase estar muerta, y le aseguró que
él y sus hombres volverían enseguida. Como así fue. Lamentablemente, otros se
dieron más prisa que ellos. Cuando regresaron al helicóptero alguien había
asesinado a la mujer, que desde luego no suponía amenaza alguna.
Muy
cerca del cadáver había una fosa llena de cadáveres de mujeres, niños, bebés y
ancianos. No lejos de allí, un grupo de gente herida agonizaba. “Pedimos a
nuestros chicos (las tropas estadounidenses) que los ayudaran”, cuenta Thompson, “y uno de ellos me dijo que ‘la única manera de
ayudarlos que tenían prevista era sacarlos de su miseria’. No acababa de
creerme que lo dijera en serio, y a qué se refería con esa frase. (...) Cuando
nos dimos cuenta de que los cadáveres que habíamos visto en las fosas
pertenecían a aldeanos que habían llegado allí a punta de pistola para luego
ser asesinados, entendimos que lo que allí estaba ocurriendo era perfectamente
incorrecto.” Él y su tripulación volvieron a la aeronave y despegaron.
Observaron entonces a un grupo de soldados acosando a unos ciudadanos que se
escondían en un búnquer casero. Sin poder soportar la
idea de más asesinatos, Thompson aterrizó rápidamente
frente a los soldados, bloqueando su paso a los vietnamitas. Descendió entonces
del helicóptero y ordenó que lo cubrieran mientras intentaba sacar a los
aldeanos del búnquer para ponerlos a salvo. Se
enfrentó a los acosadores, pidiéndoles que le dejaran intentar sacar a los
vietnamitas por las buenas. “Saldrán con una granada de mano”, le dijo un
soldado con aspecto extremadamente agresivo. “¡Son ciudadanos indefensos!”,
gritó Thompson. Su valentía -tenía buenas razones
para pensar en que lo tiroteasen sus compatriotas- salvó a nueve o diez
personas: una anciana, algunas mujeres, unos adolescentes y un niño de unos dos
años, a quienes logró convencer para que saliesen del agujero, y a los que pudo
trasladar a un lugar seguro con el helicóptero. Thompson
y sus hombres no lograron salvar a más de una docena de vietnamitas, pero fue
todo lo que pudieron hacer.
Treinta
años después de aquel horror, los supervivientes de My
Lai y sus descendientes se re-encontraron con su
salvador, en Ciudad de Ho Chi Minh.
No
sé qué monstruosidades se estarán cometiendo estos días en Irak por parte de
las tropas aliadas. Sólo espero que no sean demasiadas, y que en todo caso,
algún emulador del valiente Hugh Thompson
y de sus dos subordinados, Glenn Andreotta
(muerto en combate tres semanas después del suceso narrado) y Larry Colburn, sigan sus
admirables pasos. Ojalá. <
Para escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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