It’s
been a hard day’s night!
No es
que me caiga especialmente bien Calderón de la Barca, pero jolín, tenía sus
cosas. Hoy, en mi primer día de dichoso asueto invernal, he vuelto a ver en la
tele -por segunda vez en tres días- una de las mejores películas que he visto
en mi vida. Y me he acordado de lo que el pobre Segismundo decía al pensar en
Rosaura (¡a la que confundió con un hombre!): “Con cada vez que te veo / nueva
admiración me das, / y cuando te miro más, / aun más mirarte deseo”.
Exactamente eso me pasa con la magnífica
película de Richard “Dick” Lester, “A Hard Day’s Night”, cuyos protagonistas
son unos jovencísimos Paul, John, George y Ringo, The Beatles.
Os pondré, a vuestro pesar, en
antecedentes. Nací en el año en que John y Paul ya no se aguantaban trabajando,
cuando ya eran perfectamente incompatibles. He crecido escuchando las canciones
del cuarteto, y no sólo eso: he aprendido inglés gracias a ellos. Hoy -ahora-
tengo acento de Liverpool, por su culpa. Puedo cantar a quien me quiera
escuchar, alguien habrá en este loco mundo, quizá medio centenar de canciones
suyas. Tal vez más. No soy bitélmana porque no tengo el carácter que predispone
a las obsesiones de ese talante, que desde mi punto de vista son muy
restrictivas. La cosa es que para mí los Beatles siempre fueron parte de lo
mejor de este mundo, simplemente. En el rango de Miguel Ángel, Mozart,
Cervantes, Billy Wilder, María Moliner, el Sub Marcos, Bach, Groucho Marx,
Shakespeare, Velázquez, Woody Allen, Clara Campoamor, Javier Ortiz Estévez, y
así.
Sigo pensando lo mismo, naturalmente. Pero
además me he encontrado, gracias al impresionante talento que se reunió por
casualidad para crear esta genial película, a cuatro chavales de Liverpool,
divertidos, felices, alegres, ocurrentes, encantadores, despreocupados y
guapísimos. Llenos de vida, de ganas de pasarlo bien, convencidos de tener
razón al pensar que hay que aprovechar el rato. Y con una capacidad para hacer
buena música prácticamente incomparable, en chicos de su edad y de su
educación.
El guión, de Alun Owen, liverpooliense
también, es absolutamente loco. Está lleno de gags divertidísimos, y de escenas
muy inteligentes. Cuenta Owen que todo estaba ya escrito antes de conocer a los
cuatro mozos. Él simplemente exageró los personajes, concretó sus
personalidades. George siempre pretendía ser el más elegante y el mejor
hablado; Paul era el más responsable y el más dedicado al grupo de los cuatro;
John era el más divertido y el más alocado; y Ringo disfrutaba de cada minuto
de su vida, y era esencialmente un buen tipo. El libreto consigue que los
músicos se rían de sí mismos, que lo pasen bien en el rodaje, y que me aspen si
eso no se nota cuando una ve la película. Es prácticamente imposible dejar de
sonreír.
Lester, que era un hombre joven cuando se
hizo cargo de la dirección, es admirablemente inteligente y muy abierto a la
experiencia. Hay una secuencia de los chicos pasándolo bien en un jardín
(mientras se escucha “Can’t Buy Me Love”), en planos casi cenitales tomados
desde el aire, que resulta muy divertida: la cámara se acelera al recoger una
carrera alocadísima de Lennon. Lo que ocurrió fue que, el día del rodaje, la
productora alquiló un carísimo helicóptero -después de muchos lloros por parte
del director-, y el pobre operador, con todo el lío, no se acordó de reponer la
batería de la cámara. Así que ésta se fue apagando mientras recogía las
imágenes. Cuando Lester vio lo rodado no sabía qué había ocurrido, porque el cámara no se atrevía a contárselo. Se quedó maravillado:
“¿Cómo has hecho esto?” El hombre le dijo la verdad. El director decidió
intentar algo parecido al día siguiente. Y resultó aún mejor.
El momento culminante de la película es el
concierto de los chicos. Pues bien: Lester dio instrucciones a los operadores
que lo rodaron. Fueron éstas: “Rodad lo que os parezca bien”. El resultado es
impresionante. Primerísimos primeros planos de los dientes de John, una
panorámica de los músicos desde bambalinas, miradas de inteligencia entre
George y Paul, la encantadora sonrisa de Ringo, Paul que se equivoca en la
estrofa, la mesa del realizador, las niñas que gritan. Nunca, a nadie, se le
había ocurrido eso de la “cámara subjetiva”. Cuenta Lester, con su espléndido sentido
del humor, que alguien le dijo que él era el “padre de la MTV”. “Exijo una
prueba del ADN”, fue su respuesta.
Las canciones que suenan en el film fueron
escritas por Lennon a petición del productor. Quién lo iba a decir, con lo
clásicas que ya me suenan. Las he redescubierto, todas ellas.
Qué película tan moderna. A ver si me
entendéis: qué adelantada, qué bien pensada. No pasan los años por ella. Es una
obra de arte, es cine en estado puro. Y da cuenta de toda una generación que no
quería saber nada de patrioterismos ni de líos, ni de peleas, ni de guerras, ni
de penalidades. Querían renovar el mundo, con la mejor intención. Nada de
cambiar el sistema, seguramente. Deseaban despreocuparse. Bueno, hicieron lo
que pudieron.
Al menos consiguen alegrarnos. Y eso no es
moco de pavo. Por cierto, Feliz Navidad a todos.<
Tres notas
del editor.– 1ª) La referencia que se hace en el texto
a J. Ortiz no ha sido suprimida por expresa prohibición de la autora. Tomémosla
como una humorada navideña. 2ª) Martos no cuenta –porque no le da la gana, pero
quizá al personal lector le apetezca saberlo– que hasta la canción que dio
título al filme de Lester fue fruto de una gamberrada. Estaban, ya avanzado el
rodaje, recordando una noche de trabajo y Ringo exclamó exactamente eso: «It’s
been a hard day’s night!», o sea, y en traducción libre: «¡Menuda
nochecita aquella!». Lennon, siempre dispuesto a la broma, empezó a ponerle
música. Y de ahí salió la canción, y el título de la película. A quienes la
vean y la disfruten, les recomiendo que no se pierdan tampoco Help!, con los mismos autores y el mismo
director, sólo que ya en color. Genial. En mi criterio, fue en Help! donde Lester estableció las reglas
del videoclip musical, tal como hoy lo conocemos. Y 3ª) Discrepo de la afirmación
de que hasta esta película «nunca, a nadie, se le había ocurrido eso de la
“cámara subjetiva”». Que yo recuerde –así, de memoria–, el recurso
cinematográfico a la llamada cámara
subjetiva tenía no menos de 30 años cuando A Hard Day’s Night llegó a las pantallas en 1964. Un veterano
director llamado Alfred Hitchcock llevaba echando mano de él, con generosidad e
inteligencia, desde hacía ya un puñado de décadas. Por lo demás, creo que el
análisis que hace Martos de la película da en el centro de la diana. De esa
diana con la que arranca Help!, por
ejemplo.
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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