La vieja copla navideña de siempre*
Para
empezar, debe quedar claro que el viejo Nixon estaba tan muerto como un clavo
de ataúd. Y de eso tenía plena constancia George W. Bush: acudió al entierro
del ex-presidente republicano, a pesar de las advertencias que sus asesores de
imagen le hicieron acerca de las consecuencias de dejarse caer por el sepelio.
En fin,
es francamente importante que todo aquél que lea este relato tenga en cuenta
que Nixon ya no está entre nosotros, porque en caso contrario lo que a continuación
narraré no tendrá el impacto que la autora tuvo al saber de todo ello.
Imagínese que no se supiera a ciencia cierta que el padre de doña Inés falleció
en trágicas circunstancias: nada tendría de particular su encuentro con don
Juan en el cementerio.
George
Walker Bush nació de una familia adinerada de Massachusetts, blanca, anglosajona
y protestante. Se educó en Tejas, en la confortable riqueza que la industria
petrolífera proporcionó a su padre. No fue movilizado para la guerra de
Vietnam, a pesar de su excelente estado físico y su alta preparación militar.
Cumplió así con la arraigada tradición occidental, que procede de los tiempos
de la antigua Roma, de liberar de las obligaciones bélicas arriesgadas a los
hijos de las familias patricias. Se enriqueció personalmente con su compañía,
la “Arbusto** Energy”, y pleno de convicción acerca de su capacidad política,
consiguió el trono de gobernador del estado de Tejas en 1995. Adquirió en tal
cargo una gran notoriedad mundial gracias al hecho de que gobernaba el estado
en el que más condenas a muerte se aplicaban de todo Estados Unidos. Tras
desbancar a su hermano Jeb como sucesor del padre de ambos en la aspiración a
la presidencia de su país, y después de una campaña electoral en la que no supo
aclarar dónde estaba Afganistán, ni quién demonios era el Presidente de
Paquistán -entre otras meteduras de pata-, dejó en gran parte de la población
estadounidense la impresión de que el candidato republicano era un ser
intelectualmente pobre, incapaz de formular ideas complejas, sin convicciones
firmes y sumamente convencional. Tal impresión se transformó mágicamente en
esta otra: Bush resultaba ser un padre de familia vaquero y campestre despegado
de los engorros burocráticos, que hacía incursiones en temas del clásico
repertorio demócrata y mostraba un sentido del humor autodenigratorio, muy
popular entre el electorado. Mintió abundantemente sobre política interior y
exterior, como luego el planeta comprobó con disgusto y con sangre, y obtuvo
una victoria electoral bajo sospecha, que el Tribunal Supremo Federal le
concedió en última instancia. Desde el día en que juró su cargo la insania, el
belicismo, la falta de escrúpulos y la desvergüenza fueron significativas
características de su administración. Encontró en su acometida contra la
mayoría de los habitantes de la Tierra algunos aliados, casi todos en rango de
jaboneros subordinados.
Con estos antecedentes, no debe extrañar al atento lector
que la Nochebuena de 2002 la pasase George W. Bush en su acogedor despacho
oval, mientras su esposa Laura y sus dos hijas gemelas, Barbara y Jenna, se
iban a celebrar las fiestas a la taberna de Moe, fieles las tres a su afición
dipsomaníaca, contagiada del pater familias, que sin embargo en tan señalada fecha
prefería departir los detalles de su política exterior en la única compañía de
su intelecto y de Jack Daniels. Así que a ver cómo me explicáis que en la
puerta izquierda del despacho del Presidente apareciese, nítidamente, la cara
de Richard Nixon. En principio Bush atribuyó la visión a los cinco whiskeys con hielo
que acababa de apretarse, pero la faz de Nixon continuaba allí, minuto tras
minuto, a pesar de los parpadeos de George. Lo más aterrador fue el momento en
el que el espectro empezó a hablar: “Hola, Bushie”.
- ¿Qui-quién eres?
- Richard Nixon. Ése soy yo. Y he venido a hablarte de las
tropelías pasadas.
- ¿Qué tropelías? ¿De qué me hablas?
- “De las ofensas que el paciente mérito recibe del hombre
indigno”. Discúlpame, en el otro mundo me he hecho amigo y admirador de William
Shakespeare. Un gran tipo. Me refiero a los desmanes y los atropellos contra la
humanidad que los gobiernos estadounidenses han cometido en el pasado.
- ¿De qué me hablas, Richard? -balbució Bush, lleno de miedo
pánico, a punto de saltar por la ventana de la Casa Blanca.
- Escúchame, George, y estate tranquilo: Sabes que fui el
pionero en llegar a la presidencia de la Unión gracias a mis contactos
económicos, y sobre todo en hacer gala de tal cosa. En eso te abrí el camino,
¿eh? Comprendo además muy bien la pesada influencia de la presidencia de tu
padre. Sabes también que yo me casé con la hija de Ike Eisenhower. No fue
fácil hacerme notar como alguien independiente en política. Como tú, George,
estaba obsesionado por el poder. Y como tú, me hice pasar por keynesiano
reformista antes de las elecciones. Es una lástima que tú no hayas tenido a
Kissinger en plena forma a tu lado. Ninguno de tus más cercanos colaboradores
es tan hábil como él: Powell y Rice son mucho más burdos.
- Por favor, Richard, tranquilízame. Estoy aterrado.
- Lo siento, George. Nada de lo que hago depende de mí.
Desde que morí, hace ya ocho años, no he tenido reposo, ni tranquilidad. Otras
instancias más altas que las que tú conoces me obligan a regresar a este mundo,
para purgar mis pecados.
- Pero tú siempre fuiste un gran hombre de estado,
abandonado por la suerte y la opinión pública, manejada por dos ambiciosos
reporteros.
- Qué equivocado estás, George Walker. Tú no tienes idea de
cuánta gente me odiaba en los años setenta, y con cuánta razón. Y no sabes
cuánta gente te odia a ti, ahora en los comienzos del siglo XXI. Eres un
ignorante.
- Siempre fuiste mi inspiración, Richard. Salvo en tu final
político, claro.
- ¿Crees que no acabarás como yo, George? Espera al segundo
espíritu, la próxima noche, a la misma hora.
Cuando esto dijo, el espectro se evaporó tan súbitamente
como había aparecido. Bush inspeccionó, cuando su pavor se lo permitió, la
puerta desde la que Nixon le había hablado. No encontró nada fuera de lo
normal. Sacudió su cabeza, y saludando al escolta de guardia fríamente, como
era su costumbre, acudió pensativo y preocupado a su dormitorio. No tenía idea
de cómo había ocurrido aquella aparición. Pero pensó lo que Scarlett O’Hara en
“Lo que el viento se llevó”: “mañana será otro día”.
La
segunda noche y el primer espíritu de las Tropelías
Despertó Bush, solo en la cama, como de costumbre. Miró por
la ventana y comprobó que era noche cerrada. “Vaya, sí que me he despertado
pronto”, pensó. Pero cuando vio que su reloj despertador marcaba las doce menos cinco no dio crédito. “No es posible que haya
dormido tantas horas y nadie me haya despertado. Algo va mal. ¿Habré sido
sometido a una moción de censura? Voy a llamar a Rumsfield.”
No le dio tiempo. Un sonriente espectro sentado sobre una
silla de ruedas apareció ante él.
- Hola, George. Soy
Roosevelt, Franklin Delano Roosevelt. Supongo que me recuerdas.
- Sí, claro -dijo Bush, entre temblores-, ¿eres el segundo
espíritu?
- ¿El segundo? Caramba, qué chiste. Soy el primero. Siempre
fui el primero. ¿Quién te crees que eres?
- Nadie, señor. Es que Nixon me dijo que...
- ¿Nixon? George, mal haces en fiarte de semejante merluzo.
- No me fío, señor, se lo aseguro, no me fío de él en
absoluto.
- Bueno, abreviemos. Soy el espíritu de las tropelías
pasadas. Tu pasado. Ven conmigo.
Y de pronto, la habitación del Presidente se transformó en
el mar Caribe. “Mira cómo explota ese barco, míralo bien.” Y el Maine reventó
en mil pedazos. “Hemos sido nosotros, George. Nosotros hemos provocado esta
guerra contra España.” Súbitamente, se encontraron ambos en el puerto Pearl:
“¿Ves cómo huyen estos marines y sus familias? Fuimos nosotros los que
toleramos este bombardeo. Necesitábamos una excusa para entrar en la Segunda
Guerra Mundial. Ven a Hiroshima y Nagasaki, verás cómo ganamos la guerra contra
nuestros enemigos económicos del Pacífico.”
- ¡No, por favor, no, basta!, dijo George, abrumado por el
horror.
- Bien, basta por ahora. Creo que has tenido suficiente.
Espera mañana a la misma hora al espíritu de las Tropelías Presentes. No creo
que te guste mucho su visita. Adiós.
Y así desaparecieron Roosevelt y su silla. Bush estaba
aterrado. Sin embargo, el sueño lo venció. El viaje merecía un reposo.
La
tercera noche y el segundo espíritu
En plena
apnea, Bush despertó sobresaltado y confuso. Pero no tanto como para no darse
cuenta que de nuevo eran las doce de la noche y que recibiría sin remedio la
visita de otro aterrador espíritu. Puso toda su atención en descubrir la
presencia de un nuevo fantasma. Era todo oídos, miraba a todas partes. Parecía
un camaleón con cara de chimpancé.
De
pronto, apareció ante sus ojos una de esas pesadas bolas que se utilizan para
jugar a los bolos. Una bola enorme, gigantesca, que rodaba hacia él amenazando
con aplastarlo. Se tiró al suelo para evitarla, y fue entonces cuando escuchó
una risotada que le heló la sangre. Reunió el valor para buscar el origen de
tan estremecedor sonido, y se encontró con una figura rechoncha, afable y
sonriente, que lo miraba con simpatía. Se trataba de un hombre de unos cuarenta
y tantos años, con exceso de peso, pantalones caídos y gorra de béisbol.
- Hola,
Presidente. Seguro que me recuerdas. Soy el espíritu de Michael Moore.
- ¿Quién?
- Michael
Moore, te escribí una carta, ¿no me conoces? Bueno, es igual. Levanta del
suelo, no te haré el menor daño. Físico, al menos. En fin, vamos al grano: soy
el espíritu que te recordará tus tropelías, las tropelías actuales de la
Administración de los E.U.A. La lista es larga. Pero tenemos toda la noche, ¿no
es cierto? Vamos allá.
Durante
horas, el bonachón espíritu le habló de los recortes en gastos sociales, la
bajada de impuestos para los más ricos, el incremento en gasto armamentístico,
la destrucción del medio ambiente que su Gobierno permitía e incentivaba, la
creciente inseguridad ciudadana, el giro neofascista en la Asociación Nacional
del Rifle, la guerra de Afganistán, los bombardeos “selectivos” en Oriente
Medio, Guantánamo y el odio contra los estadounidenses en el mundo. Le explicó
que todo eso perjudicaba a la mayor parte de los habitantes de su país, y a la
mayor parte del resto del mundo.
Después,
lo llevó de paseo por las barriadas pobres de Illinois y de New
Hampshire, Nueva York, Minnesota, Oregón, Florida, Colorado, y Tennessee. Le
mostró cómo a un niño negro de quince años le reventaban el globo ocular unos
policías; los hombres y mujeres que hacían cola delante de la puerta del
Ejército de Salvación; los desgraciados que donaban su sangre a cambio de unos
pocos dólares; un viejo que agonizaba ante su casa, sin derecho a seguro de
salud; los detectores de metales a la puerta de los institutos de enseñanza
media; los manifestantes pacifistas gaseados y golpeados; los alcohólicos que cubren
la bebida con una bolsa de papel; las adolescentes violadas por sus compañeros
de clase; la miseria, la suciedad, la crueldad.
Gruesas lágrimas cubrían el rostro del Presidente. No era
capaz de articular palabra. El grueso y simpático fantasma le acarició el
rostro y lo dejó solo, con sus pensamientos. Bush nunca supo cuándo
desapareció.
El
último espíritu
Una
espesa sombra negra lo despertó de la pesadilla. Para provocarle una aún más
tétrica. Una descarnada mano asomó del sudario de la espantosa aparición y lo
arrastró a una oscuridad impenetrable. Le mostró un mundo lleno de llantos, de
sangre, de miembros despedazados, de odio, de gritos, de rencor, de pobreza.
Sólo le concedió estas siniestras frases: “Tú serás en gran parte responsable
de esto. Serás recordado como un carnicero. Quien te admire sólo merecerá la
llama eterna.” Bush se desvaneció.
¿El
final?
Despertó
envuelto en sudor. Le sorprendió observar cómo un día espléndido se abría paso
por la ventana de su dormitorio. Y aún más ver cómo Laura dormía plácidamente a
su lado.
- ¡Laura,
Laura! ¿Qué día es hoy?
- El día
de Navidad, claro. ¿Qué pasa? ¿Por qué me despiertas así?
- ¿El día
de Navidad? ¡Fantástico! ¡Gracias, espíritus! ¡He aprendido la lección!
Pocos meses después, George Bush daba un discurso histórico
ante su audiencia:
«Compatriotas, durante demasiado tiempo hemos tolerado el
terrorismo, hemos intentado combatir al terror a base de diplomacia y buenas
maneras. Nuestra buena fe no ha tenido respuesta. Es pues, el tiempo de actuar.
Los esfuerzos pacíficos para desarmar al régimen iraquí han fracasado una y
otra vez debido a que no estamos tratando con un hombre de paz. El
peligro es claro. Con armas químicas, biológicas o, algún día, armas nucleares
obtenidas con la ayuda de Irak, los terroristas podrían concretar sus
declaradas ambiciones y matar a miles o centenares de miles de inocentes en
nuestro país o en otro. Estados Unidos y otros países no han hecho nada por merecer
o incitar esta amenaza.
»Antes de que pueda llegar el día del horror, antes de que
sea demasiado tarde para actuar, este peligro será eliminado. Estados Unidos de
América tiene la autoridad soberana de usar la fuerza parar proteger su propia
seguridad nacional.»
Pocos días después, comenzó la guerra contra Irak. <
* Título
original: “The Same Old Christmas Carol”. La autora, una tal Mrs. Marsel, debe ser una
oscura rata de biblioteca especializada en plagios y camelos, que no tiene el
menor reparo en fusilarse la encantadora novela del gran Carlos Dickens. Si
traduzco este bodrio es porque tengo que ganarme el pan. (N. de la sufrida T.)
** En castellano en el original. (N. de la ya
aburrida T.) (Por cierto: no hay más notas: paso mil [N., también, de la T.].)
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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