La burbuja
El
Boletín Económico del Banco de España, en su edición de septiembre, contenía un
artículo que armó un revuelo importante al hacerse público: “El precio de la
vivienda en España”. No es que cuente nada nuevo. Lo interesante del texto está
más en la entidad responsable de la información que en el propio contenido, que
poco nos aporta a los que sabemos cómo está esto de comprarse una casa.
Como
sabéis, la institución financiera afirma en dicho informe que la vivienda es la
más valiosa posesión de la mayoría de las familias españolas; que los precios
reales de las casas se han duplicado en los últimos años; y que el tanto por
ciento de la renta familiar que se destina a pagar el crédito hipotecario es el
más alto de los países desarrollados. Es significativa
también la advertencia del riesgo que supondría para la macroeconomía española
un “ajuste brusco” (una bajada rápida y repentina) de los precios de los pisos.
Concluye también el informe que la situación del PIB y del empleo, así como la
estabilidad de los tipos de interés, hacen en todo caso posible la situación
descrita.
Poco después, el responsable del Banco de España, Jaime Caruana, se vio obligado a aclarar que el informe no pretendía en absoluto crear alarmismo -no lo dudo-, y que en el mismo también se concluía que los datos económicos apuntan a una bajada gradual del precio de la vivienda. Afirmó también Caruana que nunca se habló de la existencia de una burbuja inmobiliaria, aunque reconocía que los precios de las casas habían crecido disparatadamente en muy poco tiempo, a pesar del “boom” en la industria de la construcción. Es decir: se hacen cada vez más casas, y éstas son sin embargo cada vez más caras. Desde mi punto de vista, esto es lo que podemos llamar una burbuja inmobiliaria, por muy desagradable que el término les resulte al vicepresidente Rato y al delfín Rajoy.
Y las burbujas estallan, está en su naturaleza. Poniéndome en la
piel del Gobierno del PP, por muy difícil que me resulte, la caída brusca del
precio de la vivienda significaría un desastre económico. La construcción es
una de las principales actividades económicas en España, y tal caída tendría
consecuencias dramáticas. Por eso, y no por otra cosa, el Banco de España habla
sobre la conveniencia de poner freno a la locura inmobiliaria.
La respuesta del Gobierno ha sido desalentadora, de puro fanática:
no parece que sus miembros tengan la menor intención de tomar medidas. La ley de la oferta y la demanda, aseguró Rajoy el otro
día, es la que hace posible que la vivienda experimente este desmedido ascenso
en los precios. Lo dice como si todo estuviera escrito en el Levítico. “Se
siguen comprando casas”, dice don Mariano. Sí, se siguen comprando. Con un
esfuerzo sofocante de los trabajadores, y mientras se mantengan estos tipos de
interés casi ridículos, cuyo ascenso puede darse en cualquier momento, lo que
provocaría unas tasas de morosidad que las entidades financieras no
soportarían.
La situación es muy complicada, también para el enemigo. ¿Es que
nadie se acuerda del desastre del 29? No creo que a Franklin Delano Roosevelt
le hiciese mucha gracia tener que enfrentarse al crack con el “New Deal”. No tuvo más remedio. Quizá la
intervención estatal previa habría impedido aquella espantosa situación
económica, que hasta décadas después no terminó de solucionarse.
Supongo
que el Gobierno tendrá que hacer algo, a su pesar, para evitar una caída en
picado de los precios de la vivienda. A veces, en momentos concretos, como le
ocurrió a Roosevelt, y como también le ocurrió a Lenin, no hay más remedio que
hacer política que no se ajuste estrictamente a la ideología que siempre se ha
defendido. Es posible castigar fiscalmente de manera moderada la posesión de
viviendas de lujo o de casas vacías, así como no resultaría demasiado “de horda
marxista” hacer deducible en la declaración del IRPF el gasto del alquiler. Un
incremento del gasto público directo (construcción de vivienda pública en
alquiler, rehabilitación de viviendas antiguas, creación de bolsas de suelo
público, etc.) no creo que fuese demasiado traumático, tampoco.
Y
sería también conveniente que el Ministerio de Defensa
no subastase al mejor postor, como pretende, suelo público propiedad del
Ejército, para sufragar el coste de la modernización del armamento: hace poco
se aprobó en Consejo de Ministros la compra de 24 helicópteros Tigre, cuatro
submarinos, un buque para transportar 1.200 soldados, así como 212 vehículos de
combate Pizarro, que costarán nada menos que 4.176 millones de euros. Especulan
para armar a los soldados españoles en Irak. ¿No son una monada?
Recuerdo
una frase de “Atraco a las tres”, la espléndida película del director José
María Forqué: “Y luego quieren que no haya revoluciones”.<
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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