Tortura

 

Sé bien que hay gente de buena fe que se resiste a creer que en España se cometen actos de tortura, malos tratos, abusos, asesinatos y violaciones, por parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. O al menos, aún reconociendo como altamente probable que de vez en cuando “se les vaya la mano” a los policías o guardias civiles que interrogan a los detenidos, muchos no creen que la utilización de tales prácticas abominables sea habitual en las cárceles y los calabozos de este país. Yo misma, no he acabado de convencerme hasta qué punto el trato torturador, vejatorio y humillante es práctica sistemática que se aplica a los sospechosos, hasta hace poco, por razones que no vienen al caso y a raíz de las cuales me he empapado de testimonios de personas que denuncian haber sido víctimas de torturas. Ciertas ONGs locales, cuyo nombre no me ha sido posible averiguar, pero que se citan como fuente de información en los informes del Comité de las Naciones Unidas contra la Tortura (CAT), aseguran que el sistema español está diseñado para asegurar la impunidad de los torturadores. Yo también lo creo.

España suscribió voluntariamente en 1987 la Convención de las Naciones Unidas Contra la Tortura: desde ese momento sus gobiernos están obligados a su cumplimiento y a procurar, en la medida de lo posible, que los tratos torturadores, inhumanos o degradantes, no se produzcan en otros lugares. Por tal motivo debe presentar informes periódicos ante el Comité Contra la Tortura, el último de los cuales fue examinado en sesión plenaria en noviembre de 2002. Dicho Comité, en la reunión mencionada, informa a los representantes del Gobierno español de que a su tribunal seguían llegando, en cantidades alarmantes, informes (en ciertos casos aportados por la Oficina del Defensor del Pueblo) sobre torturas y malos tratos infligidos por razones racistas o xenófobas, así como sobre trato cruel, inhumano o degradante, dispensado a personas cuya expulsión de España había sido ya ordenada. Asimismo, el Comité había tenido noticia de que se había extraditado a otros países a cierto número de personas, sin asegurarse, como obliga el artículo 3 de la Convención Contra la Tortura, de que el individuo extraditado no sería ejecutado o sometido a un castigo que pusiera en peligro su integridad física, o fuera sometido a tratamiento inhumano o degradante. En el caso de mujeres embarazadas, aunque está regulada la prohibición de repatriar a mujeres que solicitan asilo en tal estado si hay riesgo para el niño o la madre, se informó del caso de algunas que fueron repatriadas a Nigeria, su país de origen, donde podían ser acusadas de adulterio, delito en ocasiones castigado con la lapidación. Se informó también en tal reunión del caso de una mujer peruana violada durante su estancia en dependencias policiales, cuyo violador había sido absuelto, aún cuando el juez que entendía en el caso concluyó claramente en la sentencia que tal delito había tenido lugar en efecto. Ser extranjero, tener la piel oscura o los rasgos no caucásicos, es uno de los principales motivos que provocan el uso del trato torturador, degradante y cruel. El otro motivo, que también preocupa al CAT, es ser detenido bajo la presunción de pertenecer a una banda terrorista (ETA, sobre todo) o de colaborar con ella.

Cientos de denuncias de torturas se formulan cada año, provenientes de ciudadanos detenidos bajo la sospecha de estos cargos. Viendo sus testimonios, muchos de los cuales he leído apretando los dientes, he podido darme cuenta de que el proceso de interrogatorio al que son sometidos tras la detención (casi siempre de noche), registro de sus domicilios, y posterior traslado a las dependencias policiales o judiciales, sigue unas pautas bien determinadas. El trato cruel, degradante, vejatorio, ofensivo y humillante viene descrito en todos los casos. Con variaciones, que dependen más del cuerpo represor de que se trate (Policía Nacional, Guardia Civil o Policía Autonómica Vasca) que de la gravedad de los delitos imputados, el leit motiv se compone de insultos diversos; amenazar con hacer daño al detenido y a familiares, cónyuges o amigos del mismo; vendarles los ojos (práctica que el CAT recomienda que sea estrictamente prohibida); mantenerlos desnudos durante las sesiones de interrogatorio; obligarlos a que de viva voz renuncien a sus convicciones ideológicas; abusos sexuales en grado de insinuaciones o tocamientos más o menos graves; etc. Es importante consignar que con la legislación actual los detenidos pueden estar en grado de incomunicación hasta trece días, lo que es en sí una tortura. Las convenciones internacionales al respecto no entienden otra cosa cuando un detenido permanece incomunicado más de 72 horas, lo que se considera el máximo tolerable. Durante el período que dura la incomunicación, el detenido no tiene derecho a dar noticia a su familia sobre su paradero, y lo que es más importante (y favorece la posibilidad de que haya casos de tortura), no tiene derecho tampoco a entrevistarse con un abogado o un médico de su confianza. Será atendido por un abogado de oficio -que no estará presente durante el interrogatorio y guardará silencio durante la declaración-, y por un médico forense. Casi todos los testimonios hablan de las interminables horas que los afectados pasaron “estudiando de memoria” la declaración que posteriormente deben firmar y ratificar ante el juez. Pocos hacen esto último: la mayoría insiste en que la declaración es inválida porque ha sido obtenida mediante tortura y coacciones.

En muchos y desgraciados casos, el maltrato pasa a mayores. Muchos de los incomunicados han declarado ser víctimas de torturas como “la bolsa” (semi-ahogamiento a base de colocar una bolsa de plástico en la cabeza), golpes con palos cubiertos de gomaespuma o cinta aislante (muchas veces mientras el detenido permanece atado de brazos y piernas a una silla), descargas eléctricas de mediana intensidad, ser sometidos a ejercicio físico hasta el agotamiento o la pérdida de la consciencia, o ser obligados a permanecer toda la noche de pie o en cuclillas. Como puede entenderse, estas técnicas persiguen evitar las marcas externas. En ocasiones, al “profesional” torturador se le va la mano, y destroza el cuerpo de un detenido (como en el caso de Unai Romano), o incluso lo asesina (como ocurrió con Gurutze Iantzi). Pero no es lo habitual: en general, es difícil demostrar que se ha sido víctima de torturas. El Gobierno español niega rotundamente que estas prácticas tengan lugar, más que -quizá- en algunos casos muy concretos. Como el de catorce policías condenados por torturadores, cuya sentencia por cierto fue reducida en dos tercios en 2001, sin que aún se sepa cuál fue la razón moral que justificó aquel perdón tan generoso.

Amnistía Internacional lleva años recomendando al Gobierno de España que ilegalice la incomunicación de los presos, como medida para evitar la ocurrencia de tortura y malos tratos. Lejos de hacer tal cosa, se ha ampliado recientemente la posibilidad de incomunicación de los detenidos. Los representantes españoles ante la ONU argumentan en defensa de las leyes españolas que la prolongación de la incomunicación de tres días a cinco, regulada en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, es una medida excepcional que tiene que ser solicitada mediante petición justificada, y concedida por el juez que entienda en el arresto del mismo justificado modo. Sin embargo, en la práctica, y tal como certifica el informe de AI de marzo de 2003 sobre el Proyecto de Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, tal medida se ha convertido en poco menos que una rutina para los jueces, cuando se trata de delitos relacionados con el terrorismo. Dicha organización ha recomendado también en numerosas ocasiones la grabación en vídeo de los interrogatorios (medida que además evitaría que se formulasen falsas acusaciones a las policías o la Guardia Civil). El Gobierno, además de hacer caso omiso de tales peticiones, no responde satisfactoriamente a la continua petición de información que le hace el Comité Contra la Tortura, cuyo presidente terminó la reunión de noviembre de 2002 con la expresión de su estupefacción ante la enorme cantidad de denuncias registradas y su incredulidad acerca de la posibilidad de que España fuese, de todo Occidente, el país en el que se tiene noticia del mayor número de casos de tortura.

En España se tortura impunemente. Las Autoridades lo saben, lo consienten, y dejadme que haga hipótesis, lo alientan como manera efectiva de obtener información en los casos de presunción de delitos de terrorismo. Cuando Martxelo Otamendi, director del clausurado periódico “Euskaldunon Egunkaria” denunció que había sido víctima de torturas y malos tratos durante los cinco días que permaneció incomunicado, como también hicieron los otros detenidos por la misma causa (sospecha de colaboración con banda armada), el Ministro del Interior español, Ángel Acebes, declaró que había dado instrucciones a los servicios jurídicos de su departamento para que interpusieran “todas las acciones legales, denuncias o querellas” contra quienes habían formulado acusaciones de torturas a los detenidos. Irene Khan, Secretaria General de Amnistía Internacional, dirigió entonces una carta al Ministro con relación a dichas declaraciones, en la que exponía que su organización consideraba un acto de irresponsabilidad por parte del Gobierno español negar categóricamente la existencia de tortura y malos tratos durante la detención en régimen de incomunicación y aún más, amenazar con acciones legales a aquellos que hagan “falsas” acusaciones, antes de haber investigado exhaustivamente cada caso.

El Poder Judicial también tiene su parte de responsabilidad. No me parece mal que Garzón se ocupe en perseguir a asesinos y torturadores latinoamericanos, pero este afán justiciero allende los mares se corresponde mal con el caso omiso que ha venido haciendo el mismo magistrado a los centenares de denuncias por tortura que han llegado a su juzgado.

Los ciudadanos españoles tenemos la obligación de exigir a los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, que hagan todos los esfuerzos por erradicar este tipo de conductas torturadoras, crueles y vejatorias. Hay cosas que podemos hacer. La ONG Grupo Contra la Tortura en Euskal Herria lleva años haciendo lo que puede por luchar contra esta infame práctica. Podéis firmar vuestra conformidad con un informe elaborado por esta organización en http://www.stoptortura.com/9puntuakC.php.

Aunque siempre seremos minoría los que no demos nuestro consentimiento a esta brutalidad. La barbarie se ha instalado en el sistema. Desde los tiempos de la Inquisición (y seguramente antes), no ha habido un solo momento histórico en este país en el que no se torturase más o menos habitualmente.

Me temo mucho que, en España, la tortura sí es cultura.<

 

 

Para escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es

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