Liberia
La
huída de Charles Taylor del país del que hasta hace unos días era presidente
electo, Liberia, me ha hecho reflexionar (sé que no soy la única que lo hace)
sobre los desgraciados lodos que aquellos polvos colonialistas trajeron.
La
historia de este país es de una indignidad difícilmente superable. Ya antes de
que tuviera lugar la Guerra de Secesión y se decretara la abolición de la
esclavitud en los Estados de la Unión, los libertos suponían un problema social
de complicada solución, para los terratenientes del Sur. Constituían una mano
de obra asalariada, más rebelde que la esclava, que además podía servir de
estímulo liberador a ésta. Renunciar a contratarlos, por otra parte, daba lugar
a una maligna masa de indigentes y marginados, que malvivían en los cada vez
más peligrosos suburbios de las ciudades sureñas. Además, la cultura esclavista
de los terratenientes no les permitía ver con buenos ojos a gentes de tan
oscura piel paseando por la calle, ajenos a su propiedad. Con el edificante pensamiento de que los
ex-esclavos negros estadounidenses se sentirían a gusto en cualquier lugar de
África al que fueran exportados, la Sociedad Americana de Colonización (sic) compró en 1821 un trozo de la
colonia británica de Sierra Leona, y procedió a “repatriar” a estos ciudadanos
estadounidenses.
Los pocos libertos que aceptaron el cambio de residencia se instalaron en las mejores tierras, protegidos por el ejército de su país de origen, y renunciaron a mezclarse con los “salvajes” habitantes autóctonos, cuyos descendientes en la actualidad constituyen la gran mayoría de la población. De los tres millones de habitantes de Liberia, el 95% pertenece a tribus africanas indígenas (de las tribus Kpelle, Bassa, Gio, Kru, Grebo, Mano, Krahn, Gola, Gbandi, Loma, Kissi, Vai, Dei, Bella, Mandingo, y Mende), y sólo el 5% restante es descendiente de inmigrantes libertos. El idioma oficial del país es el inglés, aunque sólo lo habla el 20% de la población. El resto se maneja habitualmente con alguno de los veinte idiomas que se utilizan en aquellas tierras.
En
la edición digital de la Guía del Mundo (http://www.guiadelmundo.org.uy) se
describe así de bien el proceso de neocolonialismo que sufrió Liberia:
“"El amor a la libertad nos trajo aquí", proclama el escudo
liberiano. Pero para los nativos del territorio la independencia [1847] trajo
poca libertad. Durante mucho tiempo sólo los propietarios de tierras podían
votar; los 45.000 descendientes de los ex-esclavos estadounidenses
constituyeron el núcleo de la clase dominante local, estrechamente ligada a los
capitales trasnacionales. El caucho, uno de los principales rubros de
exportación, se encontraba en manos de la Firestone y la Goodrich, que en 1926
obtuvieron una concesión para su explotación por 99 años. Lo mismo ocurrió con
el petróleo, el hierro y los diamantes. La resistencia a esta situación fue
reprimida varias veces con intervenciones de los "marines"
estadounidenses, con el pretexto de "defender la democracia". El
descubrimiento de grandes riquezas en el subsuelo y el uso del pabellón
liberiano para embanderar buques estadounidenses alentaron un crecimiento
económico rápidamente bautizado de "milagro" a partir de 1960. Pero
el "milagro" sólo alcanzó a beneficiar al sector
"americano" de la población, que obtuvo importantes niveles de
ingresos.”
Con
tales orígenes, tal historia, y tantas riquezas naturales, no es de extrañar
que la evolución política liberiana haya sido tan desgraciada. En el siglo XX,
los regímenes leales a Occidente de Tubman y de Tolbert precedieron a la muy
sangrienta dictadura de Doe, sargento golpista financiado ampliamente por la
Administración estadounidense, que defendía (y aún hoy ha de hacerlo)
importantes intereses en el país, como ha quedado dicho. Doe fue asesinado por
tropas enemigas en 1990, fecha en la que comenzó una desoladora guerra civil
que diezmó a la población y provocó que cientos de miles de liberianos huyesen
del país. Charles Taylor fue líder de una de las múltiples guerrillas
fuertemente armadas por empresas extranjeras que combatieron sanguinariamente
entre sí durante años, compuestas en su mayor parte por jovencísimos ciudadanos
no angloparlantes, hasta que en 1997 ganó las elecciones más libres que se han
conocido en el país africano, lo cual no es decir gran cosa. Obtuvo el 75,3% de
los votos, tras una campaña electoral muy particular, en la que venía a
comunicar a los liberianos que, en caso de no ganar las elecciones, la guerra
continuaría. Sus eslóganes de campaña resultan ciertamente sorprendentes: “Él
mató a mi mamá, mató a mi papá, pero voy a votarlo de todas maneras”, o “mejor
el diablo que conoces que el ángel que no conoces” (en castellano viejo, “más
vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”).
Las
poco edificantes actividades mercantiles del ya ex-presidente no suponían mayor
problema para las potencias occidentales, habida cuenta de que el
enriquecimiento ilícito de los gobernantes que lo precedieron fue comprendido,
tolerado, e incentivado por aquéllas. Pero a Taylor (quien se autoproclamó Dahkpannah o “jefe de jefes”, como
tantos déspotas) lo ha vencido su propia ambición: Sus buenas relaciones con el
régimen de Trípoli, su poca habilidad en las relaciones con el Imperio
norteamericano, su osadía megalomaníaca y su iniciativa guerrera en Sierra
Leona han provocado que el Gobierno de Bush decidiera aventar las brasas de la
guerra en este desastre de país, para forzar su derrocamiento.
Enterado
Taylor de que su suerte estaba decidida, y llenos los bolsillos de los tesoros
rapiñados en sus años de gobernante, no ha tenido otra que despedirse del cargo
de Presidente. Ha marchado a Nigeria, donde le han prometido acogerlo con mimo,
no sin antes afirmar como MacArthur -su héroe- que “volverá”. A su salida, los
marines han tomado Liberia. Una vez más. Nos cuenta Bush la milonga de que su
Gobierno pretende apoyar uno de “transición” (suponemos hacia qué), ayudar a la
población liberiana, y fomentar la democracia en el país africano. Sin embargo,
el traidorzuelo títere al que ahora han colocado en el poder, Moses Blah, no
convence a las guerrillas opositoras a Taylor que aterrorizan a la ciudadanía
inerme, sabedoras aquéllas de que Blah, ex–vicepresidente con Taylor, es más de
lo mismo, pero en obediente con el amo. El fantasma de la guerra vuelve a
recorrer Liberia.
Poco
más o menos habría pasado lo mismo en Irak, si Sadam Husein (también ex–aliado
de los EUA) no se hubiera resistido a dejar el poder, y la población iraquí
fuese víctima del mismo penoso historial que la liberiana. Pero las actitudes
del Gobierno de George W. Bush son muy similares en ambos países, y sin embargo
no parece probable que la Comunidad Internacional le pida cuentas en esta
ocasión a Bush por el desembarco de tropas en África. Occidente asume con
pasmosa tranquilidad que el ejército de los Estados Unidos puede campar a sus
anchas por Liberia. Y cuando hablo de Occidente, me refiero tanto a los
Gobiernos como a los ciudadanos que por aquí vivimos. El paternalismo que, en
el mejor de los casos, la prensa española muestra ante el conflicto supongo que
es lugar común también en los editoriales franceses, alemanes, ingleses o
italianos.
Es
muy probable que en este caso la casi inexistente oposición a la actitud
estadounidense contenga más carga de racismo de la que me resulta tolerable,
como ocurre cuando se habla de Ruanda, Sierra Leona, Etiopía, etc. Y también es
muy probable que la única solución a la horrible realidad liberiana sea
nacionalizar las riquezas y construir un país basado en la justicia social y el
respeto a todos los pueblos que componen la población de Liberia, un país
desvinculado de las cadenas económicas que lo atan a multinacionales
extranjeras… Y no creo que haya muchos políticos o periodistas occidentales
dispuestos a apoyar este tipo de afirmaciones tan radicales.
Mucho se tendrían que torcer las cosas para que nacer en Liberia no trajese, en la mayor parte de los casos, una vida llena de espantosas desgracias. Pobre gente.<
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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