Fotos, miedos y otras tonterías

 

No me gusta que me hagan fotos. Sobre todo, porque en algún momento, de una manera u otra, acabo viéndolas. Y cuando eso ocurre, lo más habitual es que sienta ganas de estrangular al que las perpetró o de romper las copias, si las hay, en pedacitos lo suficientemente pequeños como para que en soledad resulten irreconocibles. Pero suelo conformarme –a ver qué vida– con quitar de mi vista tan abyecta ídem, y procurar que la fotografía permanezca también oculta a ojos ajenos. Lo que rara vez consigo.

Sin embargo, me acaba de asaltar una molesta melancolía al darme cuenta de la cantidad de fotos que me faltan. Estaba hojeando las espléndidas memorias de Fernando Fernán-Gómez (“El tiempo amarillo”), y me he encontrado con una admirable recopilación fotográfica de pasajes de la vida del actor, desde que era un bebé hasta sus más recientes momentos públicos. He podido ver su sonrisa de orgulloso adolescente; sus felices días de playa en La Concha, antes de la guerra; las fotografías de sus rodajes como primer actor cómico en los años 40; lo he visto conversando, leyendo un libro en un descanso del trabajo, charlando con su compañera Emma Cohen y otros colegas de profesión, declamando en el foro romano, concentrado en la memorización de un guión, posando con el resto del reparto de ciertas películas, actuando, dirigiendo, recibiendo premios.

Me faltan fotografías para ilustrar mis recuerdos. Así, a primera impresión, se me ocurren algunas: la que me ayudase a acordarme del día en que me di cuenta de que sabía leer; o alguna en la que se me notase que me había enamorado por vez primera; quizá también una foto en la que se me viese riéndome hasta hartarme –siempre fui risueña- con mis compañeras de bachillerato; o animando al equipo de baloncesto del Real Madrid (durante una temporada de mi adolescencia fui asidua a la Ciudad Deportiva para ver los partidos y los entrenamientos; estaba hecha una forofa); o dibujando, escribiendo, estudiando, escuchando a un conferenciante, o actuando como tal, dando clase, recibiéndola, cocinando, trabajando frente a un ordenador, atendiendo una llamada, jugando con mis sobrinos…

El problema es que, en todas esas fotografías, de existir, no me gustaría mi apariencia. Si fuera más fotogénica –o una ciudadana famosa–, probablemente tendría una colección de álbumes escandalosa por su volumen.

Acabo de darme cuenta de otra cosa. Ya sé por qué me ha dado por hablar de esto. Dentro de unos días seré la coprotagonista de un barullo del que –me temo– resultarán miríadas de fotografías. Unos días tanto, y otros tan poco. Pues bien: acongojada estoy de ver su revelado. Supongo que cada uno es libre de tener sus propios miedos, por ridículos que resulten a los demás. El quid de la cuestión está en saber cómo sujetárselos, o en poder echarlos a la espalda de uno cuando no hay más remedio.

Entretanto, mis miedos y yo nos quedamos sin ilustración gráfica. Y tan ricamente.

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Para escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es

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