Es
un hecho constatado que la desocupación y la precariedad laboral producen una
importante cantidad de problemas en las sociedades occidentales. Los individuos
que no son capaces de ganarse el sustento debidamente, por cualesquiera razones
que esto impidan, constituyen una fuente de contratiempos para el resto: dado
que la mayor parte de ellos no tiene intención de dejarse morir de hambre, los
recursos que estas gentes utilizan para lograr su manutención suelen ser
lesivos para los demás. La delincuencia y la violencia tienen en la pobreza sus
causas principales.
Por
otra parte, es una realidad conocida que la escasez pecuniaria da lugar en el
que la padece a enfermedades físicas y mentales que deben ser tratadas en
ocasiones por la medicina pública -con el consiguiente gasto que ello genera-,
y provoca además malos hábitos y costumbres poco edificantes, que hacen de
estos hombres y mujeres con pocos ingresos una turba cuya compañía no resulta
agradable para los que por fortuna no nos encontramos en su situación.
No
son desdeñables, tampoco, las molestias que producen en la ciudadanía las
situaciones laborales inestables y frágiles, cuando éstas perjudican a un
colectivo reivindicativo y poco conformista. Creo que no es necesario recordar
cómo incomodan al tránsito rodado de nuestras ciudades las manifestaciones de
trabajadores que intentan que no los despidan, o que tratan de que su sueldo se
incremente en cierta medida. En ocasiones el conflicto llega a extremos tan
desagradables como en el caso del campamento que los trabajadores de Sintel lograron instalar en el Paseo de la Castellana de
Madrid, una de las vías principales de la capital española. La presencia de
aquellos desocupados harapientos parapetados en sus tiendas de campaña ofendía
los sentidos del que los veía.
Es
este cúmulo de inconvenientes que produce en nuestros días el trabajo
asalariado ordinario, el que me ha movido a intentar encontrar una solución al
caso. Y creo haberla hallado en la defensa del sistema esclavista. Es
preferible nacer y morir esclavo, obligando a un amo a procurar el sustento
propio, que pelear toda una vida por un salario cuyo mantenimiento nunca está
garantizado.*
La principal
razón, aunque no sea la única, por la cual creo que la situación de los
trabajadores asalariados mejoraría notablemente si se sometiesen a un régimen
de esclavitud, no es otra que la estabilidad que dicha relación económica
posibilita para el productor. (Es importante destacar que la condición de
esclavitud a que me refiero y que defiendo no debería posibilitar que los
esclavos fueran liberados, vendidos o prestados sin la conformidad expresa de
los hombres y mujeres en propiedad.)
En
las sociedades antiguas, como la grecolatina, la egipcia o la babilonia, la
posesión de un esclavo obligaba al amo a suministrarle alimento, alojamiento y
vestimenta mientras estuviera a su cargo. Así el productor, en lugar de recibir
una soldada a cambio de la venta de su fuerza de trabajo, recibía la garantía
de su manutención y de la de su familia, en tanto no fuera manumitido. Teniendo
en cuenta que la remuneración que reciben los asalariados actualmente apenas
alcanza en muchas ocasiones para sufragar el gasto de los bienes de primera
necesidad que se necesitan para mantener una vida digna, el paso de asalariado
a esclavo no supondría perjuicio alguno para el productor, en este aspecto: en
muchas ocasiones incluso mejorarían sus condiciones de vida.
Además,
y he aquí el quid de la cuestión, el esclavo tiene la garantía de que no
va a ser despedido, no dependen sus ingresos de la buena voluntad de su pagador
ni de la honradez o la habilidad de quienes se encargan de negociar su salario
en su nombre (v.g., los sindicatos), ni tampoco tiene
su poder adquisitivo que someterse a los flujos económicos de la sociedad en la
que vive.
En
estas condiciones, el equilibrio emocional de los productores estaría asegurado
en gran medida: no se daría lugar a las muy perjudiciales frustraciones
laborales (dado que no habría posibilidad de formarse expectativas), y los
esclavos trabajarían satisfechos al no sentir que su situación personal, y la
de su familia, puede variar sensiblemente en cualquier momento.
Por
otra parte, una sociedad esclavista que garantizase una calidad de vida
razonable a los esclavos evitaría la agitación social que resulta de la lucha
por la mejora de las condiciones de los asalariados, y todos los inconvenientes
que aquélla genera.
Lo
expuesto me parece suficiente motivo para que las personas de buen fondo se
pasen al bando de los esclavistas: entiendo que resulta evidente que todos
saldríamos ganando en una sociedad que funcionase de esta manera, en
comparación con el actual estado de cosas.
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* “Está de coña”, pensaréis. A decir verdad, no
del todo: cuando mi suegro, que a veces me da ideas, me sugirió ésta, sólo vi la posibilidad de ensayar una lacerante ironía. Al
pasarla a letras, sin embargo, me he dado cuenta de que esta defensa (en plan Swift), con toda su retranca, no es tan descabellada como
podría parecer. Y es que vivimos tiempos muy difíciles.
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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