«Yo también
era como tú»
Me
lo dicen mucho. Demasiado, hasta para alguien tan impermeable al tópico como
soy. “Bueno, ya verás. Acabarás como yo, pasando de todo. Yo también era como tú, hace años”. ¿Como yo? De eso nada. Serías
como tú, en más joven. Y yo no seré como tú eres ahora, ni hablar. Ni siquiera
sé si llegaré a tus años (nunca se sabe), pero tú y yo no tenemos nada que ver.
Y mucho tendrían que torcerse las cosas para que yo fuera soltando discursos
conmiserativos a la basca.
En
estos casos me da por acordarme del poema de Corneille (musicado por Brassens),
en el que el escritor recordaba a una joven marquesa cómo el tiempo pasa inexorablemente,
y que ella acabaría –como su interlocutor– con el rostro marchito. A lo que la
mujer, gracias a Paul Fort, responde: “Quizá yo seré vieja; sin embargo, tengo
veintiséis años, viejo Corneille, y te fastidias mientras tanto”. Y me acuerdo
también de Nanni Moretti en Caro Diario. Va al cine, y se encuentra con
una película tipo Chabrol en la que cuatro tristes individuos meditan con
melancolía sobre su pasado, y dicen “qué pena de generación la nuestra: cuando
éramos jóvenes, gritábamos cosas horribles, y ahora somos unos cuarentones feos
y aburridos”, a lo que, indignado, Moretti replica: “¡Eso os pasará a vosotros!
¡Cuando yo era joven gritaba cosas justas, y ahora soy un cuarentón estupendo!”
Y
es que hay gente, pero gente a porrón, que supone que su manera de comportarse,
de entender la vida –y de explicarla–, no es que sea la mejor, ¡es simplemente
la única posible! Y que antes o después, todos nos damos cuenta.
Ya,
ya sé que me diréis, con cálido y amistoso tono: “No les hagas caso, Belén. Tú
a lo tuyo.” Y ni caso que les hago, en el sentido de que no me tomo en serio
sus amenazas. Pero, ¿y lo que fastidian?
Además,
que en algo tienen razón. Es cierto que, conforme una se hace mayor, hay una
especie de desgaste psíquico del que sólo se da una cuenta cuando aquél
comienza a tener consecuencias en la conducta personal. Es verdad que muchas
veces me cansa todo. Y también es cierto que tengo ataques de misantropía que
abarcan a casi todo el género humano, prácticamente sin excepciones. Que me da
todo igual, de vez en cuando. Que me conformo con seguir viva un día tras otro
y mantenerme en la maldita brecha, vertical por la inercia de la cotidianeidad.
Que no tengo ganas de gritar más contra nada, ni de apoyar causa alguna. Que
las pequeñas decepciones del entorno, un día se juntan, en dialéctica reunión,
y se hacen fuertes en compañía. Y entonces pesan considerablemente en mi ánimo,
e influyen en cómo veo las cosas. En esos malos ratos recuerdo las agoreras
razones de la experiencia tonta, y no
sé si pensar que han acertado en vaticinar mi desánimo. Porque dentro de esos
ratos, caramba, una no tiene ni idea de si este estado es para siempre.
Y
tengo miedo. Porque no quiero ser como ellos: una informe masa de resignados,
despoblados de cualquier preocupación política, desprovistos de la menor
inquietud intelectual, centrados en una rutina insoportable y buceando en la
homogeneidad en la que tan a gusto se sienten. Con sus conversaciones siempre
repetitivas y baladíes. Gente sin un pensamiento original, gente sin criterio y
sin capacidad crítica para lo que verdaderamente importa.
De
todos modos, me consuelo en conocer a varios hombres y varias mujeres que no
sólo no han cambiado con los años, sino que han profundizado en la diferencia.
Y si esos hombres y mujeres alguna vez me dicen “yo también era como tú”, no
encuentro suficientes palabras para agradecerles el bálsamo.
La
cosa es que me aterra hacerme mayor. Y no por las arrugas y demás consecuencias
físicas. Sobre todo, me horroriza convertirme en alguien que no se reconozca en
su pasado.<
.
Para
escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es
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