La copa de
Navidad
Es
la una de la tarde del 17 de diciembre. En un palacete decimonónico del Paseo
de la Castellana, que actualmente acoge a cierto Ente Público dependiente del Ministerio
de Economía y Hacienda, corren tiempos de revuelta proletaria. Esa misma
mañana, un escrito con cinco reivindicaciones concretas que afectan
específicamente al colectivo peor tratado de dicha institución, los
administrativos, se había pasado a la firma de los trabajadores, con la
–alevosa- intención de hacerlo llegar a la Dirección. En los pasillos, en los
despachos, en el cuarto de baño, hace días que se habla casi exclusivamente de
política, levemente salpicada la conversación con los temas habituales: trapitos, niños, el tiempo, los novios,
los ex-maridos, las enfermedades propias y ajenas, y algo de cine o de
televisión.
En
el vestíbulo que días antes acogiera la asamblea de trabajadores, en la que se
pudo observar cuál es el grado de indignación de los perjudicados por la
terrible inflación que sacude España desde hace casi un año, los mozos ayudan a
la secretaria de dirección a colocar unas mesas improvisadas. Hace una semana,
la misma secretaria comunicó vía correo electrónico (el mismo medio a través
del que se fraguó el levantamiento obrero)
que el Director de la división quería obsequiar a sus subordinados con “una
copa”. Y fue también la misma trabajadora la que lideró la iniciativa
protestona.
Poco
a poco, los trabajadores de la quinta planta del palacete acuden a la reunión,
que por una vez es lúdica. Se han encargado suficientes botellas de buen vino
de Rioja como para una boda, y la papelera de la fotocopiadora acoge en su seno
una respetable cantidad de botes de cerveza y cubitos de hielo. Encima de las
mesas hay queso de excelente calidad, tortillas, volovanes de tomate, y jamón
serrano, quizá en menor cantidad de lo recomendable, habida cuenta del exceso
etílico que se prevé. Una trabajadora cuyo nombre ocultaremos piadosamente, y que
aún encontrándose en frágil situación de interinidad, ha creído su deber firmar
esa misma mañana el “manifiesto” reivindicativo (es la única interina que ha
hecho tal cosa), contempla la reunión con escepticismo. Tiene un elevado
sentido del ridículo que transmite a los comportamientos ajenos. Digámoslo de
una vez: cuando ve cómo sus jefes hacen bochornosamente el indio, no puede
evitar una molesta sensación de vergüenza ajena.
Tal
y como la anónima trabajadora se temía, al cabo de una hora de copeo se dispara
la tragedia: desde uno de los despachos adyacentes comienza a sonar el
“Aserejé”, y todo se precipita. No se sabe cómo, unos cuantos empiezan a jugar
a tirarse cubitos de hielo a la cabeza (“qué lástima que no tiren adoquines”,
piensa nuestra heroína, que sonríe sin cesar para que no se le note que está
pensando). Sin solución de continuidad, y presa de descreimiento, ve pasar ante
sus ojos pavorosas escenas, dignas de un cuadro de El Bosco: aquel jefe de
departamento que se arranca por bulerías, la secretaria que mueve sus caderas
como poseída por el espíritu del cantante de “Burning”, ese jefe de sector que
se empeña en bailar el Limbo Rock,… Y lo peor de todo: su propio jefe se le
pone meloso. En ese momento, y habida cuenta de que su propósito de ser la
única sobria de la División no había prosperado, decide retirarse
cautelosamente. Cuando cruza la puerta en dirección a la calle, observa de
reojo cómo el pelma del jefe se había quitado la camisa entre risotadas y
aplausos del personal.
Ha
llegado a la misma conclusión de todos los años por estas fechas: más vale
desmelenarse un poco todos los días del año que acumular el desmelene para el
día de la copa de Navidad. Pero en esta ocasión, hay algo nuevo y prometedor:
al día siguiente volverá a escuchar de boca de sus compañeros los mismos
dicterios contra sus jefes y el gobierno reaccionario al que deben su miseria.
Es lo que ha conseguido Aznar: la indignación y el maltrato de toda índole ya
no se asedan con copas, ni aun sahumadas.<
(27 de diciembre, 2002)
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