Maltrato
espacial
En la
práctica, para el sistema capitalista el Factor Humano no es más que una novela
de Graham Greene. Como mucho. Bueno, sí, también es un coste: que si
mensualidades que superan el Salario Mínimo Interprofesional, que si vacaciones
pagadas, ¡que si catorce pagas!, por no hablar de indemnizaciones, salarios de
tramitación y demás gollerías. Me decía mi padre hace años, mientras
contemplábamos en el telenoticiero cómo Volkswagen decidía cerrar una planta de
fabricación en España, que “como sigan así, a ver de dónde sacan éstos a los
que les compren los coches”. Tenía razón mi papá: como es sabido, se nos
considera mucho más en nuestra faceta de compradores que en la de productores.
Es aquello tan famoso de las contradicciones del capitalismo.
En
demasiadas ocasiones, la desconsideración hacia las necesidades del trabajador
llega a extremos irritantes, al menos para mí. Es el caso que me ocupa. Trabajo
en un despacho de como 18 metros cuadrados, compartidos con otras cinco
compañeras, un archivador de tamañas proporciones, y una mesa sobre la que
reposa una cafetera que toda la planta utiliza como excusa para escaquearse un
rato de su puesto de trabajo. Este amontonamiento es el origen de innumerables
conflictos, que podrían resolverse fácilmente atendiendo a las peculiaridades
de las trabajadoras. Y es que las manifestaciones externas del neuroticismo que
viene de serie en nuestras personalidades (en mayor o menor medida, y en sus
diversas variedades), son frecuentemente difíciles de controlar. Para algunas
personas, tal control se convierte en poco menos que una misión imposible. En
consecuencia, la “invasión del espacio personal” es causa –justificada- de
subidas de tensión arterial y malas digestiones, provocadas por encontronazos
con personas con las que uno se llevaría estupendamente de no ser por tal
motivo, y hasta de agresiones físicas y verbales. ¿Qué exagero? Pues no, no
exagero ni un poquito así, os lo aseguro.
El espacio personal se define, más o menos, como “el espacio que
necesitamos libre a nuestro alrededor para encontrarnos a gusto”, y en los
casos patológicos “la fina línea roja que no debes cruzar a menos que no
quieras que te cruce yo la cara”. (Por supuesto, todos damos permiso a ciertos
escogidos para que traspasen la “burbuja” invisible que nos envuelve; pero no
es eso a lo que ahora me quiero referir.) Hay personas que no aguantan el tener
que compartir su espacio personal con tanta gente, tanto ruido, tanto trasiego:
no sólo les resulta prácticamente imposible concentrarse en su trabajo (lo que
las pone de un entendible mal humor), sino que sufren la situación como si de
una tortura se tratase. Imaginad por un momento que pasaseis buena parte del
día en un vagón de metro lleno hasta los topes de gente con la que no deseáis
estar: pues así se sienten las personas de las que he hablado antes.
Evidentemente,
si la dirección hiciera un reparto equitativo del espacio disponible en el
edificio en el que trabajo, que está lleno de vestíbulos enormes para causar
buena impresión a los empresarios que acuden a solicitar ayudas, y de despachos
ostentosísimos que ocupan escasamente altos mandos a los que no les gusta estar
allí demasiado tiempo, si tal reparto, digo, se considerase con seriedad, la
vida en esta institución sería mucho más agradable. Y estoy por asegurar que se
trabajaría mejor y que la producción sería más alta y de mayor calidad, a pesar
de la escasez salarial.
Claro,
que en tal caso el Departamento de Recursos Inhumanos o Humanoides (que de
ambas formas es cariñosamente conocido entre la plantilla)
habría cambiado mucho. Tanto, que estaría completamente fuera de lugar en este
mundo de liberales desconsiderados. O sea: si mi madre tuviera dos ruedas,
dejaría de ser mi madre para convertirse en una moto.
He
llegado a la conclusión de que este “maltrato espacial” se puede tomar como una
metáfora de la injusticia general que padecemos. Luego dicen que por qué los
odio.
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